Tal vez tener tanta fe en la educación se trate de una deformación profesional, pero soy de quienes creen que detrás de las cualidades y desempeños acertados de las personas, hay algún tipo de proceso educativo. Alguien nos sale al paso con la demanda de “buena música” y no sabemos a qué se refiere. ¿Quién formó ese criterio? ¿La familia, la escuela, la televisión?. Entre los consumos espontáneos más numerosos de nuestro tiempo, está la música. Vamos creciendo acunados por las elecciones de nuestros mayores, por sus gustos personalísimos al punto de que la memoria está cargada de melodías y ritmos que brotan al golpe del estímulo adecuado (Proust y su alusión eterna a la magdalena mojada en el té). Una serie de melodías y letras distantes nos rondan y solo se arrinconan cuando ingresan las escogidas por ese imponderable que se llama “gusto personal”.Una verdad irrefutable es que cada generación está marcada por la música de su tiempo. Y de esa década –de los 12 a los 22– cuando el mundo solo parece bueno a través de las ventanas de los ritmos estruendosos, los deportes y las imágenes. Una ola de notas musicales funciona como escafandra aisladora, como burbuja de protección. O como largas lianas invisibles que pueden conectar al solitario con otros solitarios que se agitan en los conciertos, zarandeados por la emoción de ser únicos y masa al mismo tiempo.
Pero la música es mucho más que eso. Me pronuncio desde mi propio proceso que tuvo sus fuentes respectivas. Vengo de una generación que estudiaba Educación musical en los programas escolares, en el que figuraban junto al denodado esfuerzo por colocar las notas en un pentagrama, los tecleos en un piano, la escucha de piezas clásicas y los afanes por aprovechar cada voz en un gran coro colegial. Todo esto simultáneamente a dejarme arrebatar por el rock de Elvis Presley, y luego de Los Beatles. Cuando me propuse llenar los vacíos de mi educación, me encontré con el “Centro Cultural Albert Camus” donde Bernard Fougères, en clases amenas e intensas, le puso andamiaje y demostración a mi inclinación por la música.
Desde entonces he marchado a voluntad propia por un consumo diverso y desordenado que ha puesto cada tipo de música en algún momento y situación de la existencia. El oído se fue haciendo más exigente, la selección estrecha aunque la curiosidad siempre fluyó frente a lo nuevo. Percibo que con la música clásica ha ocurrido como con la lectura: se ha hecho plato selecto de cada vez menos mesas; que la ópera tiene muy desiguales seguidores, que las sinfónicas emocionan a quienes las escuchan por primera vez, más que nada cuando integran a su estilo piezas de composición nacional, que la proliferación de grupos y vocalistas de música popular, a pesar de practicar hasta las desarmonías siguen prefiriendo el tema del amor para sus letras.
En algún momento se produce un cruce poco común en los consumos habituales: conozco jóvenes que gustan del tango, que curiosean entre los pasodobles y no les parece que la música nacional sea preferentemente triste. Pero siempre a partir de un descubrimiento único –una novela, un testimonio, una escena de alguna película–. Y allí nos encontramos, los amantes de la música, apasionadamente.