Vía: cultura.elpais.com/ Por JESÚS RUIZ MANTILLA
Hijo de un policía nacional y de una ama de casa, Pablo Heras-Casado se ha asentado en el podio de las más importantes orquestas de Europa y Estados Unidos
A los 17 años se puso al frente de un grupo musical en Granada. Cuando ha cumplido 37, ha triunfado ya ante orquestas de primera o en teatros como el Metropolitan de Nueva York o el Real de Madrid. Pablo Heras-Casado es consciente de sus orígenes. Cuando su abuelo inmigrante en Alemania desembarcaba en los años cincuenta a buscarse la vida allí, no podía imaginar que medio siglo después, su nieto fuera ovacionado por el público del país donde hoy dirige habitualmente. Así lo cuenta.
Pregunta. ¿Siente que ya va consolidándose?
Respuesta. Consolidado no te encuentras nunca. Cuando regresas a una orquesta debes hacerlo como si fueras por primera vez.
P. Qué palabra más fea: consolidarse.
R. No me vale, ni de coña. Siempre en cada visita hay algún elemento extraño, algo que desestabiliza o algo que demostrar. Lo único que sí siento es una cierta tranquilidad, quizás haya ganado el sosiego de no verme obligado a enseñar mi valía. Por haberme quitado ya la etiqueta de joven promesa: son 20 años dirigiendo.
P. ¿Tantos? ¿Cuándo fija usted su debut? Sería un niño.
R. Para mí, con mi grupo fundado, elegido un repertorio y ejecutado un programa, con 17 años. Cuando empecé no buscaba digamos el podio, sino la oportunidad de cuajar una formación. Mi hábitat era el de la música antigua y barroca. Como estudiante de Historia del Arte, me fascinaba el conocimiento de una época exótica, pasada, donde no todo queda decidido ni estipulado por una tradición.
P. ¿Cuándo entonces se vio como un director propiamente?
R. A mí nunca me gusta esperar que algo pase, prefiero propiciarlo. Fundé mi propio grupo: Capella Exaudi. Ya no existe. Se transformó en La Cantoría, anduvimos activos unos 12 años e hicimos muchísimo repertorio. Mi trabajo era completísimo: desde reclutar a cantantes a diseñar carteles y pedir dinero para costear todo. Yo era el más joven.
P. El liderazgo se demuestra desde abajo.
R. Sobre todo cuando no existen recursos y debes cristalizar la energía y el ánimo de un grupo cuya motivación estriba ni más ni menos que en el amor al arte.
P. ¿Se le ocurre algo que pueda vencer eso?
R. Nada. Pero hay que alimentarlo, ser considerado y valorar mucho ese sacrificio. El arte no se hace por contrato. También lo notas con las grandes orquestas bien pagadas. No consigues nada esgrimiendo eso.
P. Haber sido el más joven y liderar desde sus inicios, ¿le ha curtido a la hora de pasar al podio de las grandes orquestas?
R. Debes mostrarte como eres. De ahí brota también tu seguridad. Tienes una opción, una idea y la defiendes. No puedes fingir. Si te sientes honesto, estás preparado y cuentas con un sentido claro de lo que buscas, te respetan. La impostura se detecta al minuto.
P. Ese deseo o esa rabia musical, ¿de dónde le viene? ¿De familia?
R. No tengo antecedentes. Mi padre era policía nacional y mi madre, ama de casa. Esa rabia, como motivación salvaje, viene de haber aprendido en casa, que hay que trabajar duro. Mis padres y mi abuelo Nicolás, que con 11 años era pastor de cabras, luego agricultor e inmigrante en Düsseldorf.
P. Curtido abajo entonces.
R. Sí, sí. De gente luchadora que sabe que la vida cuesta. Pero debes perseguir tus objetivos. Cuando voy a Colonia, donde soy invitado regular, y veo el Rin, pienso mucho en ellos. Si yo dirijo ahora por esos lugares en parte ha sido porque un día llegaron sin papeles de noche y se bajaron de un tren. En mi familia paterna también eran muy humildes. Mi otro abuelo fue zapatero en el Albaicín, donde vivo yo ahora. Ese es mi mundo y mi caldo de cultivo. Cuando empecé, tampoco sabía lo que era la Filarmónica de Berlín, que he acabado dirigiendo invitado, ni nada. Mi cabeza estaba puesta en el día a día y en la música.
P. Luego, un buen día, le dio su oportunidad Gerard Mortier en París. Muchos le han considerado su niño bonito. ¿Le molesta?
R. Era algo que a él le gustaba decir. Pues bueno. Con el enésimo curso, la enésima master class, Sylvain Cambreling me dio una oportunidad como asistente en la Ópera de París cuando Mortier la dirigía. Venir de la mano de un personaje así, vale, pero yo en su etapa hice un ballet y una producción como asistente. Con la condición de que aprendiera francés en un año: en tres meses ya me defendía gorroneando en casas de amigos. Había conocido a Pierre Boulez también, mi maestro y trabajado en varios sitios. Tuve mis años de galeras.
P. ¿Y sus envidias?
R. Sí, desde que de chico empecé en Granada y la gente decía hasta hace poco: ‘Pero, este tío, ¿dónde va?’. Ya no. Aunque ha tenido que pasar mucho tiempo. Ahora, sobre todo en Granada, siento sólo cariño.
P. ¿Cómo viven su éxito sus padres?
R. Desde que les dije que quería dedicarme a esto para ellos fue como si pretendiera ser astronauta. Sin embargo, nunca noté escepticismo o rechazo. Me veían con tantas ganas y entrega que les parecía natural. Con ocho años, cuando alguien les dijo: ‘Oye, ¿por qué no le compráis un piano?’, lo hicieron y a no sé cuántos plazos.
P. ¿De qué tiene que llenarse la música?
R. De todo: conocimiento, amor, desamor, alegría, sufrimiento, rabia, frustración, deseo, miedo, impulso, inseguridad, carne… Si no sintiera eso, no me serviría de nada.
P. ¿Cómo convive con el glamur de ser marido de Anne Igartiburu junto a la ceja levantada de muchos aficionados a la música clásica?
R. Para mí no hay diferencia. Compartimos todo lo que nos une, y la música nos une mucho. Ése es el único secreto: compartir raíces y esencias para disfrutar de la vida. Ya está.