El concierto de Vladímir Jurowski en el Palau de les Arts trascendía el mero acontecimiento musical debido a la situación que atraviesa la ópera valenciana. Está vacante el puesto de titular de la orquesta desde finales de 2013. Se ha marchado Zubin Mehta, ha desaparecido el festival del Mediterrani, ha habido un ERE que no afectó a la orquesta pero sí al resto del personal, y ha sido destituida la intendente. Por todo ello. el reciente nombramiento de Davide Livermore como director artístico no ha bastado para despejar la sensación de inestabilidad que se ciernen sobre la institución. La orquesta, fruto de una exigente selección por parte del que fue su primer director, Lorin Maazel, ha visto reducida su plantilla inicial en unos 30 músicos, desalentados ante el incierto proyecto del recinto y la desaparición de las batutas de altísimo nivel que habían acompañado toda su trayectoria (Lorin Maazel y Zubin Mehta). Este mes se han convocado 14 plazas, cuya adjudicación hace todavía más perentoria la necesidad de contar con un director titular que participe en la selección. Hay una queja extendida entre los músicos respecto al secretismo con que se barajan las diferentes alternativas al podio, secretismo que se hizo ya presente con Helga Smith y que, al parecer, continúa con Livermore. Todo son rumores: los valencianos Gimeno y Bernácer, el coreano Myung-Wung Chung, el ruso Jurowski, etc, rumores muchas veces seguidos de inmediatos desmentidos.
En este contexto la visita de Vladímir Jurowski, que fue mencionado en algún medio como el candidato más probable para dirigir la orquesta, cobró gran interés a pesar del desmentido que hubo al respecto. Desmentido o no, los aplausos del público y, más significativos y calurosos aún, los de los miembros de la formación valenciana, no se referían sólo a lo escuchado el sábado, sino que parecían expresar un placet indudable respecto a la conversión de Jurowski en su director titular.
No es de extrañar. El ruso tiene 42 años, pero cuenta con un brillante currículo y una amplia experiencia en el foso. Pero, además, su forma de dirigir cautiva no sólo por el resultado artístico -que es alto- sino por toda una serie de habilidades que facilitan sobremanera el trabajo de los músicos: marca con claridad meridiana, indica a todo el mundo las entradas, ajusta perfectamente las secciones, equilibra las sonoridades, controla la dinámica, tiene un sentido innato del ritmo y sabe utilizar el colorido orquestal. Todo esto, que debería ser condición sine qua non para cualquier batuta que se precie, escasea, sin embargo, demasiadas veces. En el caso de Jurowski, quizás el ser hijo y hermano de directores de orquesta le ha ayudado a practicar de oficio esas tareas básicas sin las cuales las llamadas “grandes versiones” son altamente improbables. El programa interpretado, por otra parte, permitió calibrar también su talento en aspectos de mayor hondura. La claridad conceptual y la capacidad para transmitirla se hizo patente tanto en el preludio de Jovánschina como en el tremendo Concierto para violín núm. 2 de Shostakóvich, donde la parte solista, dificilísima, corrió a cargo de Kolja Blacher, quien la sirvió con tanta profundidad como escasos aspavientos. Jurowski le dio el acompañamiento que corresponde, tenso sin alborotos, un punto áspero, contenido, sincero. El programa, ruso en su totalidad, se completó con una selección de Cenicienta de Prokófiev. Parece ocioso decir, pero es preciso decirlo, que ni la batuta ni los instrumentistas olvidaron que estaban ante una música concebida para el ballet, y como tal la tocaron, con la gracia y el impulso que permitirían danzarla en plenitud. No se obviaron tampoco los detalles más descriptivos de la historia, desgranando brillantes solos instrumentales que se alternaban con momentos de intensa delicadeza. Un músico explicaba que, desde los ensayos, se había establecido con el director moscovita una perfecta conexión.
La orquesta, pues, pareció disfrutar con todo el programa, y tocó como en sus mejores tiempos. El público también aplaudió a rabiar. Lástima que lo de Jurowski haya sido sólo una ilusión. Aunque, en este país de secretos y conspiraciones sin fin ¿quién sabe?