Vía: ABC.es, Escrito por Alberto González Lapuente | La ausencia de escuelas verdaderamente organizadas se ha compensado con la existencia de magníficos maestros
España es tierra de grandes cantantes. El porqué es diverso, sin que ninguna razón sirva para explicar el fenómeno de manera concluyente. Desde una perspectiva ambiental y en lo que se refiere a la singularidad de la materia se ha hecho valer la carga genética y su consecuencia en una diversidad étnica, amoldada por el carácter y el clima.
Giacomo Lauri-Volpi decía que las grandes voces de tenor son una planta específicamente mediterránea forjada por las altas temperaturas y el sol. La explicación parece convincente por cuanto es fácil imaginar una correlación entre la calidez del paisaje latino y el timbre luminoso y vibrante de quien meses antes de morir con 87 años todavía se permitía columpiarse en potentes y efusivos agudos. Pero tras el ejemplo es necesario introducir algunos matices, fundamentalmente porque un análisis general demuestra que a la sombra de la geografía se han hecho fuerte muy distintas personalidades artísticas y tipologías vocales, todas triunfando con similar calidad.
Son muchos los cantantes españoles que en el último siglo y medio han recorrido el mundo convirtiéndose en algunas de las voces más importantes de la escena internacional, aun cuando la mayoría de sus nombres sean prácticamente desconocidos por el gran público. De las más de doscientas referencias que se han recopilado como relevantes en la historia del canto moderno español, sólo llamarán la atención algunos pocos, particularmente aquellos que han sido capaces de saltar desde el pequeño escenario del teatro a una dimensión mediática de mayor alcance.
Entre ellos, y como vértice de la totalidad, está el grupo de galardonados con el premio Príncipe de Asturias de las Artes 1991 dedicado a una generación (entendida desde el punto de vista de la coincidencia temporal y no de la estricta cronología), capaz de personificar «con su inmenso talento musical un momento de excepcional brillantez de nuestra lírica, proyectando universalmente el nombre de España y propiciando un creciente amor por la música en el conjunto de la sociedad».
Esto es, las sopranos Victoria de los Ángeles, Montserrat Caballé y Pilar Lorengar, la mezzosoprano Teresa Berganza, y los tenores José Carreras, Alfredo Kraus y Plácido Domingo. Es fácil observar el distinto origen de cada uno, desde Cataluña a Canarias pasando por Zaragoza y Madrid, excepcionalmente el caso de Domingo, nacido en esta ciudad y educado desde niño en México, y las diferentes singularidades vocales para comprender que la multiplicidad y alcance de esta manifestación artística.
Circunstancias no propicias
La gran paradoja es que el triunfo de los cantantes españoles se ha hecho posible en circunstancias no siempre propicias. La ausencia de escuelas verdaderamente organizadas se ha compensado con la existencia de grandes maestros que de forma individualizada han transmitido el canto, particularmente la técnica italiana, mucho más fácil de asimilar en este entorno que otras más alejadas. En esto, España también es relevante, pues de aquí partió la sistematización del canto moderno realizada por el viajero romántico, cantante, compositor, productor de ópera, director de escena y maestro Manuel García, quien supo dar una perspectiva moderna a la materia desde la esencia del belcantismo italiano atendiendo al aspecto anatómico, lingüístico y musical.
La dinastía más importante
García encabezó la dinastía más importante de cantantes y profesores de canto del siglo XIX, continuada por sus propios hijos María Malibrán, Pauline Viardot-García y Manuel Patricio Rodríguez García, considerado el inventor del laringoscopio. Sin pretenderlo surge de nuevo la predisposición mediterránea caracterizada por la limpieza de las vocales y la fluidez de la emisión, aquí inevitablemente forzada por una mayor dureza en el sonido y un color más robusto que es consecuencia del propio idioma.
García desarrolló su método sin menoscabo de la naturaleza dramática y operística de la interpretación a entender que la ópera es el destino más sofisticado de toda carrera vocal. También en esto el escenario español es diverso desde la abundancia de finales del XIX y principios del XX propiciada por numerosos coliseos y temporadas a la cabeza del circuito internacional hasta el irregular desarrollo del género a lo largo de todo el siglo.
Tras el cierre del Teatro Real de Madrid en 1925, posteriormente convertido en sala de conciertos, y el desolador panorama lírico de la posguerra, apenas sostenido por las temporadas regulares de Bilbao, Oviedo y el Liceo barcelonés, hay que esperar a la eclosión social y cultural de finales de siglo para volver a una situación de normalidad, equiparable a cualquier otra culturalmente equivalente.
La vuelta del Real y del Liceo
El símbolo más relevante de esta nueva perspectiva se vincula a la doble inauguración del Teatro Real, que vuelve a convertirse en escenario operístico en 1997, y delLiceo, que en 1999 recupera la con normalidad tras la profunda restauración a la que obliga el segundo gran incendio de su historia, que deja el edificio reducido a escombros. A ese esfuerzo modernizador que afectó a las infraestructuras, desde los grandes escenarios a los más cercanos; y que permitió adecentar e incrementar la oferta educativa y la calidad de la misma, se debe la generación de numerosas oportunidades cuya consecuencia más inmediata es la presencia de varias generaciones de jóvenes que en la actualidad mantienen viva la herencia de sus afamados antecesores.
Con una diferencia, pues si en aquellos fue necesario que la genética, la historia y la inspiración se unieran a la aventura personal, en estos el esfuerzo ha seguido, por el momento, una senda más lógica hacia un destino del que es fácil sentirse orgulloso. Con razón a Schiller se le atribuye la afirmación de que el cantante debe caminar junto al rey por habitar ambos en la cima de la Humanidad.