“Al fin un tenor que actúa”, exclamó Maria Callas mientras corría a abrazarlo. Había encontrado en Jon Vickers su contraparte masculina. Dueño de una voz inmensa, técnicamente “fea”; como Rysanek –o la misma Callas–, Vickers era un gusto adquirido, estar de su lado era el único modo de captar aquella voz oscura, generosa, cálida, sin el metal asociado a lo heróico, y sin embargo heróica hasta la médula. Como otro Prometeo, aquel “Gott!” del encadenado Florestán rasgaba la noche de la libertad erizando al más indiferente; aquella espera de Tristán se hacía tan insoportable como su herida, como aquella herida que Parsifal curará con la espada o como el “Total eclipse” del Samson handeliano que aniquilaba toda crítica porque era todo sentimiento. Era una voz oceánica que crecía, rodeaba, abrazaba, estremecía al espectador.
Con su vehemencia fue un coloso que atemorizó a más de una Desdémona o Carmen. El sexto de ocho hijos de un pastor y maestro se consagró lejos del Saskatchewan que lo vió nacer, lejos del ámbito rural de la “versión pobre de la Familia Trapp” donde todos hacían música, fue en el Covent Garden londinense un año después de su debut en la sensacional puesta de Don Carlo de Luchino Visconti dirigida por Giulini donde se enfrentó a otros dos artistas de raza: Tito Gobbi y Boris Christoff. Antes había cantado el duque de Rigoletto, Alfredo, Don José y el vocalmente imposible Enée, de Les Troyens, con el que regresaría a Covent Garden en la aclamada integral con Colin Davis en 1969.
Para Vickers no había roles secundarios, si por secundario se entiende ser Jason paraMedea, de Callas; Pollione para Norma de Caballe, y Vasek para La novia vendida, de Stratas. Como con Callas, no se necesitaba verlo, sólo con su canto podía imaginarse el personaje de turno. Basta con su Recondita armonia, Vickers es un pintor asombrado ante la creación artística como ningún otro, al igual que en el Viaje de invierno schubertiano, lacerante casi insoportable en su lenta agonía. La misma de Tristan.
En su canon wagneriano primero llegó Siegmund en 1958, nunca el hijo de Wälse sonó tan desvalido; luego Parsifal, y en ambas Rysanek fue su Sieglinde y Kundry ideal, se encendían mutuamente, se perdían uno en el otro. Rechazó Siegfried, Lohengrin y especialmente Tannhäuser, al que repudiaba moralmente. Recién en 1971 se sintió listo para Tristan y una Isolda que lo esperó catorce años, Birgit Nilsson. Primero fue en el Colón porteño, luego Viena, el Met y Orange, afortunadamente filmado.
Discutido como verdiano en Radamés o Alvaro, en Otello halló el rol italiano a su medida – disputado con Canio en Pagliacci. Con Chenier, Cellini, Hermann en La dama de pique, Laca en Jenufa, Ratan-Sen en Padmavati, Herodes en Salome, Nerone en La coronación de Popea demostró una versatilidad que culminaría en el otro Sansón, el de Saint-Säens yPeter Grimes donde cambiaría para siempre la concepción del pescador que Britten había creado para Pears. Era su antítesis. Había volcado la experiencia de todos sus héroes en un antihéroe y aquella extraña combinación de melancolía insondable, anhelo y esperanza reflejadas en la voz para hacer de la “escena de locura” de Grimes una gran escena belcantista del siglo XX.
Tristan, Otello, Grimes, Florestan y Eneas, con Parsifal, Canio, Samson y Don José representan el mayor legado de un artista total que veía en Wieland Wagner y Maria Callas los revolucionarios de la ópera de posguerra, tenía razón, como la tuvo Elijah Moshinsky:“Vickers es el Marlon Brando de los tenores”.
Puritano y moralista, explosivo y controvertido, recalcitrante y tierno, para este iracundo canadiense especialista en “inadaptados” el arte era “una pulseada con el significado de la vida y que ha perdido sentido ante una sociedad abocada a borrar el límite entre arte y entretenimiento”. Su imaginación musical y los riesgos que tomaba superaban todo reparo, se jugaba a todo o nada y ese todo podía ser un pianissimo que cortaba el aire.
Se retiró en 1988, en 1991 murió Henrietta, compañera de cuatro décadas, volvió a casarse y luego llegó el larguísimo silencio causado por el mal de Alzheimer. En el final, sus personajes hablaron por él, como Sansón… Total eclipse…. como Otello… Niun mi tema…el buen Jon había dejado de meter miedo.