Vía: www.elcorreo.com/ ISABEL URRUTIA
El maestro de Salzburgo tenía origen macedonio, igual que Alejandro Magno, y quiso conquistar el mundo. Y todavía mejor, lo consiguió
Tenía la costumbre de dirigir con los ojos cerrados. Una pena. No había una mirada como la suya. Al menos delante de una orquesta. De un azul intensísimo, punzante y eléctrico. Las pantallas de televisión se habrían derretido si hubiera hecho caso de los directivos de Deutsche Grammophon. “¡Ábralos! ¡Ábralos! ¡Ábralos!”, le repetían machaconamente ya en la década de los años 60, al comprobar que las poquísimas veces que lo hacía –sobre todo en obras corales– podía ejercer un efecto arrollador entre los telespectadores. Entre sus fans abundaban los políticos de la talla de Helmut Schmidt, Margaret Thatcher y Mijail Gorbachov.
Imposible convencer al maestro austriaco Herbert von Karajan (1908-1989) de que los abriera. No lo veía necesario. Estaba hecho de una pasta que solo podía modelar él mismo. Autodisciplina y nada más que autodisciplina. Todo lo demás le sobraba. No admitía interferencias ni consejos de nadie cuando se trataba de su trabajo. Lo consideraba algo sagrado que solo podía quedar en manos de los elegidos. Y puestos a ser exigentes, nadie mejor que él. Tenía una fe ciega en sí mismo.
Karajan entraba en trance –con los ojos bien cerrados– cada vez que alzaba las manos sobre el escenario. Y todos los músicos iban detrás, como los chavalines del flautista de Hamelín. Con la diferencia de que este inmenso director –que apenas medía 1,68– no arrastraba a nadie hacia el desastre, se limitaba a llevarlos hacia la gloria. Tenía sangre macedonia, igual que Alejandro Magno, y también estaba empeñado en conquistar el mundo. Y todavía mejor, lo consiguió.
Filias y fobias aparte, nadie puede negar que nos hallamos ante uno de los grandes directores del siglo XX. Tan popular como Beethoven para el común de los mortales. Tenía madera de líder y todo se lo tomaba tremendamente en serio, como un mariscal de campo que se acaba de ajustar las charreteras delante del espejo. No se dormía en los laureles.
Con gorra y silbato
No hay más que echar mano de las grabaciones de ‘Così fan tutte’ y ‘El caballero de la rosa’ (EMI) para apreciar su dominio de los detalles. O sumergirse en la Sexta de Sibelius (DG) para admirarlo en su faceta de rastreador de perlas. Sin olvidar que también disfrutaba con la catarsis –¡ah, sus orígenes griegos!– que le proporcionaban óperas tremebundas como ‘Tosca’ (Philips), “tan violenta y pasional que basta dirigirla un par de veces al año para ahorrarte tener que matar a alguien, lo cual es un alivio…”. Entre amigos y colegas, podía ser un tipo muy entretenido.
En los ensayos del montaje de ‘Otello’ que rodó como película en 1974, con Jon Vickers y Mirella Freni, se pasó un buen rato aleccionando al tenor cómo estrangular a la soprano. Y lo hacía agarrándola del cuello y estrellándola –en cámara lenta– contra la cama. Todo el mundo estaba encantado y absorto mientras él farfullaba, de pura impaciencia y emoción. A Karajan le encantaba el teatro. Dominaba los ritmos, la gesticulación y el movimiento de las masas. Se encasquetaba una gorra y se colgaba un silbato al cuello, mientras agarraba un altavoz y llamaba al orden. Igual que Coppola o Spielberg. ¿Acaso iba a ser menos? Por cierto, en el mentado filme de ‘Otello’ se le puede ver en la escena del brindis como parte del coro… Lleva bigote y no doy más pistas.
Nunca dejó de hacer sus pinitos como director de escena –los Festivales de Salzburgo eran su feudo– pero donde realmente descollaba era en el podio, con la batuta en la mano. O en los estudios de grabación. Entre 1938 y 1989, consiguió 330 discos de oro. Vendió más de 100 millones y, en la década de los años 80, se calcula que ganaba más de cinco millones de euros al año por derechos de propiedad intelectual. Y la orquesta de sus amores, la Filarmónica de Berlín, también se llevaba un buen pellizco. Así se explica que la mayoría de los músicos no tardara en comprarse una mansión en Mallorca como segunda (o tercera) residencia. Y pese a todo, tuvo sus más y sus menos con los instrumentistas… Vistas las trifulcas a distancia, está claro que eran inevitables. Demasiados egos por metro cuadrado.
Él se tomaba los imprevistos y encontronazos con deportividad. No abandonaba su puesto, igual que ese magnífico tupé que mimaba cada día. Era uno de sus muchos rituales: cepillado enérgico a ambos lados de la cabeza y un chorro de aire caliente en la parte superior, con mucha laca para mantener el ‘efecto de velocidad supersónica’. No lo podía evitar. Era un apasionado de los coches deportivos, los veleros de dos palos y los aeroplanos. Le encantaba pisar el acelerador, hinchar las velas y empujar el volante de control. Cuanto más rápido, mejor que mejor.
Lesión en la espalda
El maestro pertenecía a la estirpe de los Karajanis (su apellido en la versión no germanizada), afamados empresarios, catedráticos y médicos. Se habían trasladado de Grecia al Imperio Austro-Húngaro en el siglo XVIII. ¿Antecedentes artísticos? Solo el de su padre, cirujano y director del hospital San Juan de Salzburgo, que tocaba el clarinete y organizaba pequeños conciertos en su casa. Por lo demás, el joven Herbert estaba destinado a estudiar Ingeniería Electrónica, como su hermano mayor, Wolfgang. Entre ambos, ya desde muy pequeñitos, nunca faltaron la competitividad y una pequeña (pero amarga) dosis de rencor.
Wolfgang era el vivo retrato de su padre, fortachón y extrovertido. También presumía de tocar estupendamente el órgano –sobre todo Bach– y era un loco de las motos. Todo le salía rodado. A Herbert, por el contrario, siempre se le ponían las cosas cuesta arriba. Sobre todo desde que se cayó de un árbol cuando era un crío. Estuvo inconsciente durante media hora. Al volver a casa, su padre –que era médico– le hizo un reconocimiento superficial y lo mandó a la cama sin cenar.
Desde entonces, “me tocó sufrir dolor y más dolor”, confesaría mucho más tarde, poco antes de una operación de más de nueve horas en febrero de 1976. Aquel accidente de su infancia le dejó una deformación irreparable en las vértebras que terminó afectándole a la médula espinal. En mayo de 1983 se sometió a otra intervención y, a partir de 1985, se vio obligado a dirigir sentado. Padecía mucho pero no se retiró hasta febrero de 1989. Falleció el 16 de julio, a los 81 años. Está enterrado en el cementerio del pueblito de Anif, a ocho kilómetros de Salzburgo. Su lápida es sencilla, con una cruz de hierro forjado.
Ahí yace el músico que empezó a ganarse la vida en la localidad alemana de Ulm, donde el carnicero le regalaba salchichas y filetes porque era “pobre como una rata de iglesia”. En aquella época trabajaba 15 horas diarias en un teatro con un escenario de apenas seis metros de ancho. Disponía de una orquesta con 30 instrumentistas y nada más. Pero era feliz. Tremendamente feliz. La música era toda su vida. De no haberle despedido el intendente, habría echado raíces en Ulm.
“Me dijeron –le contó en su día al musicólogo inglés Richard Osborne– que me marchara para hacerme un nombre entre los mejores. Yo tenía 26 años. No había trabajo en la Alemania de 1934… Iba de aquí para allá, en vagones de tercera, para presentarme a audiciones. Toda la noche viajando… ¡Odio los trenes!”. Por fortuna, le ficharon en el Teatro de Ópera de Aquisgrán. La orquesta no lo quería –”demasiado nervioso y tartamudo”– pero el gerente no dio su brazo a torcer. Había visto algo muy especial en ese jovenzuelo, un fogonazo de genialidad y hasta violencia que hacía saltar chispas de la música.
Refugiado en Italia
Siempre le reprocharon que se afiliara al partido nazi –como director musical del Teatro de Ópera de Aquisgrán no tenía alternativa– pero pocos recuerdan que su segunda mujer, con la que se casó en 1942, era de origen judío. La pareja vivió los últimos meses de la guerra en Italia, en una caseta de barcas muy cerca del lago Como. “Aquella primavera de 1945 fue hermosísima. Empecé a estudiar italiano. Cogía libros que conocía en alemán y, como sabía latín y francés, no me resultó demasiado complicado. Estudié y estudié. Lo hacía para no enloquecer”. Les salvó de morirse de hambre un sobre con dinero que llegó de la Confederación Helvética.
Más tarde supo que se lo había mandado el pianista y director suizo Edwin Fisher (1886-1960), que había huido de Berlín en 1941 para regresar a su país. Una vez sano y salvo, Fisher no se olvidó de aquel treintañero, todo furia y ambición, al que Hitler despreciaba porque no encarnaba “el verdadero espíritu alemán”. Lo cual –en boca del Führer– no deja de ser el mayor de los elogios. Tras finalizar la guerra, Karajan tardó dos años en empuñar la batuta. Los aliados, principalmente los soviéticos, se lo tenían prohibido a la vista de su pasado adscrito al partido nazi.
“No parecían entender que los artistas, también bajo una dictadura, necesitan comer. Él se limitaba a trabajar como músico”, lo defiende Helmut Schmidt, gran amigo del director austriaco y canciller federal de Alemania entre 1974 y 1982. Karajan era un hombre pragmático y un adicto a la belleza. Practicaba meditación y le encantaba jugar a los indios con sus hijas, Isabel y Arabel, fruto de su tercer y último matrimonio con una modelo francesa. Como buen austriaco, amaba los árboles, la nieve y las bandadas de pájaros. Y prometió volver.
“Si tienes el corazón lleno de tesoros y el cuerpo te abandona, la Naturaleza está obligada a darte un segundo cuerpo. Yo volveré, no tengo la menor duda. Volveré”, repetía Karajan con más de 80 años, haciendo suyas las palabras de Goethe. Y ojalá fuera verdad. Ojalá.