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Un 7 de mayo de hace casi dos siglos se estrenó una de las más increíbles obras musicales de todos los tiempos: la Novena sinfonía de Beethoven.
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Un 7 de mayo, pero de 1824, se estrenó en el Kärntnertortheater de Viena la cima musical de un genio inabarcable, la Novena sinfonía de Ludwig van Beethoven, la Coral, que no es sólo es una de las obras más conocidas y aclamadas del propio compositor, sino también de la historia de la música.
Vía: hipertextual.com
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El mayor logro de un artista único
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Seis años de duro trabajo fue lo que Beethoven, nacido en Bonn en 1770, tardó en componer la sinfonía por la que más sería recordado, un encargo que la Sociedad Filarmónica de Londres le hizo en 1817 y para el que se puso manos a la obra al año siguiente. El poema de Friedrich von Schiller al que se conoce como Oda a la alegríafue publicado en 1786, y desde que Beethoven lo leyó, en 1793, quiso musicalizarlo, cosa que logró unos treinta años después en el famoso cuarto movimiento de esta sinfonía.
El compositor llevaba más de una década sin aparecer en escena y pocos quisieron perderse el estreno de la Coral en el Teatro de la Corte Imperial vienés, con Michael Umlauf como maestro de capilla, dado que la sordera de Beethoven le impedían ser autónomo. Así que colaboraron en la que fue la última actuación del compositor antes de su muerte, acaecida tres años más tarde.
La obra general de Beethoven es la realización de la libertad musical, la rotura de moldes y esquemas previos que habían constreñido la música hasta entonces. Y la Novena sinfonía, la muestra más clara de ello: su armonía y diversidad polifónica y la audaz decisión de terminarla coralmente son inauditas para la época, y muy difíciles de superar desde entonces. Pero lo más asombroso ya no es únicamente la osadía compositiva de Beethoven, sino que elaboró la partitura cuando ya estaba casi completamente sordo, mucho después, casi veinte años, de que redactara el Testamento de Heiligenstadt, una carta para sus hermanos Kaspar Anton Karl y Nikolaus Johann en la que habla de su desesperación por lo injusto de que sea posible que un músico se quede sordo, algo que le debía de resultar tan insoportable que le empujó a considerar hasta el suicidio. Él, un hombre que pensaba que “la música es una revelación más elevada que toda la sabiduría y la filosofía” del mundo, fue capaz de componer semejante milagro teniendo toda la melodía y el modo en que esta sonaría sólo en su cabeza, puesto que no podía ni pudo oírla nunca, ni siquiera durante su estreno en Viena.
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La gran sinfonía
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La sinfonía consigue lo que se propone: que te den ganas de comerte el mundo
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Dividida en cuatro movimientos, comienza como algo que despierta, como un amanecer que pronto se convierte en algo majestuoso y potente, con allegro ma non troppo, un poco maestoso, alternando la suavidad y la fuerza; sigue en el segundo una maravilla de cuerda y viento entrelazados con timbales, scherzo, molto vivace, presto, que te hace querer mover brazos y manos como un director de orquesta con los ojos cerrados en medio de la habitación, abstraído y algo trastornado, porque esto es tan bueno que trastorna un poco; y continúa con adagio molto e cantabile, andante moderato, tempo primo, andante moderato, adagio, lo stesso tempo, términos musicales italianos que no es preciso dominar para recrearse con la caricia para los oídos que supone este tercer movimiento; y luego estalla el cuarto, presto y mucho más, y en unos minutos escuchamos esa melodía que todos conocemos, la de ese himno que aún no se canta, levemente primero pero yendo hacia arriba, deteniéndose un momento y, entonces, el solo de barítono del “Himno de la alegría” con las inspiradoras aunque teístas palabras de la oda de Schiller y un añadido del propio compositor como entrada, “Freude! Freude!”, ¡alegría, alegría!, y el cuarteto de voces y el coro extraordinario, y se detiene, y los instrumentos vuelven a ocupar las ondas hasta el solo de tenor también con coro pero masculino, y otra ración instrumental vivísima y formidable, que termina con una expectativa que causa escalofríos por lo que uno intuye o sabe que viene: ¡esa explosión del coro finalmente!, tan hermosa que casi no se puede aguantar y que a mí, en el último tramo antes de retraerse lo justo, me hace saltar las lágrimas; y tras amortiguarse casi en un sueño sonoro, vuelve a la carga en dos ocasiones por una doble fuga, y la última es una apoteosis tal que no hay otra manera de que concluya esta sinfonía que con una carne de gallina prolongada, cierto agotamiento emocional pero, a la vez, lo que se pretendía, ganas de comerse el mundo, y una devoción inalterable por ella.
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Su autor, este sordo de carácter terrible, que apoyaba la oreja sobre la tapa del piano para sentir la vibración mientras sus dedos recorrían las teclas, fue fundamental para quitarle el corsé a la música que luego, tristemente, ha vuelto a ponerle la infinita mediocridad de muchos de los que hoy brillan en los ojos de las masas y mañana serán sepultados unos sobre otros en montañas de olvido, como es apropiado e indispensable. Pero no Beethoven ni sus sonatas, conciertos y sinfonías, especialmente la Novena, sin exageraciones, quizá la hora y pico de puro gozo mejor aprovechada de la vida musical de una persona.
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