Por Pablo Kohan | Para LA NACION
No era Richard Strauss un compositor que, como Mozart, Schubert y algunos otros pocos privilegiados, pudiera escribir de corrido, dejando fluir las ideas. Como casi absolutamente todos, Strauss invertía larguísimas sesiones de trabajo para que esos pensamientos suyos tan magistrales como complejos encontraran su representación exacta en los pentagramas. Tal vez por todo esto siempre miraba con recelo, cuando no con una manifiesta antipatía, a los jóvenes compositores que producían una obra tras otra. Paul Hindemith era uno de ellos. Pero además, en cuestiones de gusto y de sensibilidad musical, Strauss sentía que algunas de las obras de Hindemith eran realmente detestables. Apegado a los principios estéticos y al lenguaje de un romanticismo tardío, definitivamente arcaico, Strauss sentía una real aversión por esa Gebrauchsmusik que Hindemith defendía e impulsaba con pasión militante, esa “música de uso” que, apelando a un lenguaje tonal y simplificado, apto para grandes públicos, abogaba por demoler las barreras y los recelos que se habían generado tras las búsquedas experimentales posteriores a 1900. En 1938, poco antes de que Hindemith optara por abandonar la Alemania nazi, confluyeron los astros y las circunstancias para que Strauss no tuviera más remedio que presenciar un recital con obras de cámara de Hindemith que incluía el estreno de una sonata para fagot y piano que al autor de Salomé y Electra no le pareció sino una mala suma de interminables escalas ascendentes y descendentes, incluso, con serias deficiencias armónicas. Al final, Strauss le preguntó cuánto tiempo le había llevado escribir esa sonata. “Unos tres días”. Misterioso, y con un dejo de malicia, Strauss dijo: “Sí, sí, exactamente lo que había pensado”.