Vía: milenio.com | Por Marco Calderón | Agradecidos con María Elisa Flushing por enviarnos el enlace
Para comenzar, una pregunta: ¿quién compuso la ópera Don Giovanni? Los que hayan contestado que Mozart, están en lo correcto. Otra: según estimaciones, ¿cuál es la opera más representada y parodiada de la historia? Quienes hayan dicho que se trata de Carmen de Georges Bizet, también acertaron. Una más: si ni a Mozart ni a Bizet se les hubiera ocurrido poner música a esas historias, ¿existirían Don Giovanni y Carmen?
La anterior pregunta, por bizantina que parezca, es un buen punto de partida para pensar si es que las obras de arte son menester de hombres brillantes que pueden crearlas, o será que ellas existen aunque nadie las piense, y andan por el aire esperando a alguien digno que les ponga forma y color. Éste, creo yo, es el caso de la historia que les voy a contar.
En el verano de 1869, después de mucho meditarlo, el compositor ruso Aleksándr Borodin (1833-1887) se sintió listo para acometer la colosal tarea de componer su primera ópera. Para tal propósito, su amigo Vladímir Stásov le sugirió el Cantar de las huestes de Ígor, un poema épico del siglo XII que narra la historia de cómo un príncipe de la dinastía de los Sviatoslávich se enfrentó a los ejércitos polovetsianos que amenazaban a su reino.
Borodin. Polovtsian dances from Prince Igor | Воlshоi thеаtrе 2013
Borodin, metódico hasta el hartazgo, emprendió la tarea con excesiva cautela, y a medida que avanzaba en la composición de su ópera, miraba con recelo sus partituras para, después de una maniática revisión, afirmar: “creo que esto queda mejor en una sinfonía, pero, en definitiva, no sirve para una ópera”. En la vasta correspondencia que se conserva de aquel periodo de la vida del compositor, se advierte el nerviosismo que aquejaba Borodin para colocar una nota detrás de otra.
Un amigo suyo, el tremendo orquestador Nikolái Rimski-Kórsakov, ayudo hasta donde pudo y como pudo a su afligido colega para poner orden a sus ideas, y vaya que su toque le hizo mucho bien a la música de El Príncipe Ìgor, que vendría a ser el título final de la ópera. De hecho, Stásov, quien además de sugerir la idea de poner música al poema épico medieval hizo además una primera versión del libreto, le recomendó a Rimski-Kórsakov terminar la tarea, pues parecía que a Borodin le había quedado grande el encargo.
Después de dieciocho años de reventarse el hígado tratando de encontrarle el tono perfecto a su única obra operística, Aleksandr Borodin murió inesperadamente el 27 de febrero de 1887, víctima de un infarto durante una fiesta entre colegas. Todo parecía indicar que El Príncipe Ígor iba a naufragar en el mar de las hermosas piezas que nunca se compusieron.
Sin embargo, sus dos amigos más cercanos: su tocayo Aleksandr Glazunov y el célebre Rimski-Kórsakov, recuperaron los borradores que su amigo había dejado y, haciendo de tripas, corazón, completaron una de las óperas más bellas del repertorio ruso. Su estreno definitivo se llevó a cabo el 4 de noviembre de 1890 en el coliseo de la ópera rusa: el Teatro Mariinski de San Petersburgo, con un éxito apoteósico.
Así que, no sé que piensen ustedes, pero a veces pareciera que las obras tienen vida propia, y que son capaces de existir con o sin el trabajo de aquel a quien parecían destinadas; que su libertad las hace perseguirnos y rodearnos, hasta que alguien sabe reconocerlas y poner una parte de su vida en ellas.
Los invito a ser testigos del prodigio: sábado 1 de marzo a las 11:00 hrs., en el Teatro Principal. Allá nos vemos.