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La figura del director y compositor de ‘West Side Story’, narcisista, bisexual, comunicador, no hace más que crecer en el centenario de su nacimiento
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El presente es un tiempo miope. Lo ves de cerca, pero de lejos se difumina. La época en que vivió Leonard Bernstein (Lawrence, Massachusetts, 1918-Nueva York, 1990), hubo un trono musical ocupado por un emperador de su misma generación: Herbert von Karajan. En su terreno, el austriaco lo dominaba todo y fue muy hábil aliándose con un invento aparentemente imbatible, la industria del disco. Pero resultó un mal cálculo. Esta, tal y como la concebía, apenas le sobrevivió una década. Y el futuro, por muchas más razones, lo ha ido rebajando al ritmo que su oponente, Leonard Bernstein, se imponía en ese acceso al Olimpo tan goloso que llaman Historia. Al contrario que Karajan, había apostado más fuerte por otro medio como aliado de la música: la televisión
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Los tiempos del siglo XXI le han dado la razón en casi todo. No sólo en su labor pionera en la búsqueda de nuevos públicos, también en la vigencia de sus creaciones, tan frescas y chispeantes como una vitamina recién exprimida. Y en su visión política… Si Karajan fue un nazi diluido por el oportunismo hasta el fin de sus días, Bernstein sufrió el hecho de ser un judío neoyorquino comprometido con la izquierda de su país al que investigó durante años en FBI.¿Qué figura se asemeja más a la del héroe?
Si hoy preguntas a un director de las nuevas generaciones a quien prefiere como modelo, gran parte de ellos responden que a Bernstein. Gustavo Dudamel, que le homenajeará este año con dos de sus sinfonías, declaraba el miércoles en Madrid que fue el más completo de la Historia, según él. “Músico y a la vez, gran comunicador”, comentaba. “Supo hacer de la música un acontecimiento divertido, más que solemne”.
Concebía el liderazgo como una seducción sometida a un continuo proceso de convencimiento. De hecho, ya en sus tiempos, a muchos les sorprendía que sus músicos de la Filarmónica de Nueva York le llamaran Lenny y no Mr Bernstein. Atraía a las masas con sus programas de pura divulgación musical en la radio y la televisión. Reivindicaba compositores del presente o imponía a los de un reciente pasado como signos de modernidad, caso de Mahler. “Vivió para poder dirigir ocho de sus sinfonías: ¡La novena la escribió para mí!”, decía en unos de esos comentarios que hicieron legendario otro de sus rasgos: el narcisismo.
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Vivió para poder dirigir ocho de sus sinfonías: ¡La novena la escribió para mí!”, decía en unos de esos comentarios que hicieron legendario otro de sus rasgos: el narcisismo.
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Como creador se empeñó en buscar –sin renunciar a la vanguardia- caminos de nueva conexión con el público, tanto a nivel sinfónico como dentro del teatro musical. Resultaba seductor y le sacaba un partido natural a su bisexualidad. Se casó y tuvo tres hijos, pero nunca escondió su predilección por los hombres.
Además, se alió con el cine, compuso bandas sonoras y se metió en todo tipo de fregados reivindicativos a favor de los derechos sociales. Bien contra el Apartheid en Suráfrica, a favor de Amnistía Internacional, en contra de la guerra de Vietnam y en pro del pacifismo. Sus tempranas diatribas y mucha envidia en un entorno que miraba a aquel adonis exaltado y extrovertido por encima del hombro, hicieron saltar las alarmas del FBI controlado J. Edgar Hoover cuando no había cumplido treinta años.
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Ya al principio de la década de los cuarenta, Hoover quiso perseguirlo. Pero la primera investigación seria data de 1949, cuando lo conectaron como afiliado o simpatizante de lo que los informes denominan “frentes comunistas”. Ocurrió durante la presidencia de Harry S. Truman, en el cargo hasta 1953, justo cuando la caza de brujas del macartismo lo emponzoñaba todo.
Y ahí andaba Bernstein, en el ojo del huracán. Marcado con su X de comunista y dentro de la lista más negra del ranking. Fue algo que viviría, quizás consciente, quizás no, durante tres décadas con intervalos. Intenso en los cincuenta, sin consecuencias durante la era Kennedy, del que fue buen amigo sin entrar de lleno en su Camelot, y con otra caída en desgracia en los tiempos de Nixon, que lo calificaba sin tapujos de hijo de la gran puta. De la década de los cuarenta hasta entrados los setenta, Bernstein, pese a haber jurado fidelidad a los Estados Unidos, no se quitó el sambenito.
Fue en parte esa persecución lo que le llevó a dedicar una obra al Cándido de Voltaire, que no tuvo mucho éxito al principio. Lo contrario de su pieza más conocida, reivindicada y sin mácula que hoy resulta muy aleccionadora en plena era Trump. Se trata de aquel Romeo y Julieta entre pandilleros blancos y portorriqueños titulado West Side Story. Una obra de teatro musical, ópera contemporánea, que busca la conexión con el público utilizando técnicas vanguardistas y melódicas a la vez, con claro trasfondo social, tal como describe Alex Ross en El ruido eterno. Brilló en los teatros, se convirtió en un éxito como película. Aun triunfa.
Su labor creativa lo catapultó y le sonrió. “El que, además, se le reconociera como a un gran compositor, fue algo que Karajan no podía soportar. Le produjo mucha envidia en vida”, comenta Alfonso Aijón, que los conoció bien a ambos como promotor musical e impulsor de Ibermúsica.
Pero también fue reconocido en vida por el crítico Harold C. Shonberg como el mayor director que ha dado Estados Unidos. Le costó. Porque en 1960, los más escépticos aun le consideraban una especie de Peter Pan de la música, puede que impactados al no ser capaces de encajar autodefiniciones de este tipo: “Tengo aspecto de traficante de drogas bien desarrollado”. Eso y que equiparara cualquier compás de algún compositor muerto a una canción de The Beatles o que utilizara símiles beisbolísticos para explicar una sinfonía ante los 10 millones de norteamericanos que se sentaban a ver sus programas, producía resquemores difíciles de digerir. Pero suyo fue el presente y el futuro. Mucho más que de otros.
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