ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE / SALZBURGO
La cancelación de Plácido Domingo por enfermedad ha marcado un festival en el que se ha recordado a Herbert von Karajan
Salzburgo se despertó el lunes con la noticia de la enfermedad de Plácido Domingo y la cancelación de sus inmediatas actuaciones. En un festival en el que la actualidad se construye desde la mitología, estas noticias son determinantes. Un hecho lo demuestra: aún es posible conseguir localidades para todas las óperas programadas en el Festival de Salzburgo, excepto para «Il trovatore» que, función tras función, congrega en la puerta de la Grosses Festpielhaus a un buen número de espectadores tratando de conseguir alguna entrada. Domingo era uno de los alicientes de este título, aunque se sepa (y las opiniones son unánimes a lo largo del mundo) que su Conde de Luna es otra escalada sin cumbre. Salzburgo lo ha corroborado y la reciente grabación en DVD de la producción de Berlín, con Barenboim a la cabeza, es ya una exitosa anécdota en el devenir del título.
También es cierto que «Il trovatore», una de las más felices concentraciones de nobleza belcantista jamás lograda por Verdi, es una ópera que no pisaba Salzburgo desde 1963. Entonces lo hizo bajo la dirección musical de Herbert von Karajan, cuyo recuerdo engrandece a quien fue una leyenda en vida. A los veinticinco años de su muerte, Salzburgo lo recuerda con algún acto en la catedral y tres conciertos de la Filarmónica de Viena, dirigida por Riccardo Muti, estrictamente emocionantes desde el mismo momento en el que la orquesta asoma en el escenario bajo una ovación antológica. Lo demás es fácil de imaginar. En el gigantesco espacio salzburgués, en el que cualquier orquesta parece pequeña y atravesarlo tiene connotaciones temerarias, la entrada de Muti, con su andar pausado, recto y digno de una efigie pompeyana es un espectáculo parangonable a la bofetada de galanura que supone escuchar la «Cuarta sinfonía» de Schubert, sublimes su tercero y cuarto movimientos. La «Sexta» de Bruckner, particularmente a las once de la mañana, suena de otra manera, pero quien sepa apreciar la música metódica y consistente debería defenderla sin mayores consideraciones.
Difícil sustitución
Sin duda, en Salzburgo, la Filarmónica de Viena con Muti, o con Daniele Gatti en «Il trovatore», es una fórmula magistral. En el caso de la ópera porque son ellos los que evitan un naufragio de proporciones titánicas gracias al apoyo preciso, milimétricamente articulado, tímbricamente exquisito, narrativamente solvente y apasionadamente proporcionado. El tercer acto es formidable, además de una demostración de talento y control del escenario. Particularmente cuando el tenor Francesco Melli se empeña en ponerlo difícil. Al menos el lunes, con un «Ah!, si, ben mio, coll’essere» sucio en el falsete antes de que la «Pira» se convirtiera en despropósito de principio a fin. Error en la segunda repetición creyendo que ya terminaba, aplicación de todas las trampas de manual y agudo final rematadamente incapaz. Hubo aplausos.
También los recibió Artur Rucinski cantando a su manera «Il ballen del suo sorriso», sin el agudo optativo y renqueante en el compás. Sustituir a Domingo era un papelón y Gatti se lo agradeció llevándole entre algodones. Queda mucho mejor recuerdo de Marie-Nicole Lemieux porque su Azucena tiene el defecto de la juventud y eso se arregla con facilidad, y de Anna Netrebko porque es un placer escuchar una voz que penetra en la sala como un cuchillo, que logra en «D’amor sull’ali rosee» proporciones elegíacas y, en general, un aplomo poco frecuente. Luego, todos ellos caminan por el escenario como pueden, porque la escenografía de Alvis Hermanis es pura carpintería. La idea sitúa la acción en un museo en el que los personajes acaban por ser transmutación de los cuadros. A partir de ahí se entiende poco, y nada se añade. De los ingeniosos espacios iniciales que generan varios paneles en movimiento a un final comprimido en la corbata del escenario digno del mejor «semi-stage». Muerte agónica tras una vida escasa.