Vía: 20minutos.es | Ánxel Grove
Los retratos de Tshi predecían una grieta interior. También era un elemento de alarma su predilección por los “ángeles del jazz”, como les llamaba, los músicos que no piensan, al contrario que los roqueros, en términos de melodías tarareables sino en oraciones circulares y confusas. Una de las grandes amigas del fotógrafo era Lhasa de Sela, la moderna chanteuse del dolor profundo, muerta en 2010 tras 21 meses de lucha sin victoria contra un cáncer de mama. Tshi la grabó en una marea de profundidad negra para un vídeo promocional en el que la cantante formulaba una advertencia: El camino es negro.
Tshi acaba de morir. Encontraron el cadáver en la casa en la que habitaba su madre, en La Rochelle (Francia). Ella había muerto en 2011 y el hijo, para cuidarla, lo había dejado todo, incluso la fotografía que tanto necesitaba para no rondar el camino negro sobre el que advertía Lhasa. Desde que falleció la madre Tshi había resbalado por la grasa vieja de la tristeza y estaba tan deprimido que no era capaz de salir a la calle. Pensar que no han trascendido los resultados de la autopsia del cadáver del fotógrafo conduce a la esterilidad. Todo parece indicar que Tshi murió por su propia mano o, en una forma de hablar más cercana al jazz o a las torch songs que tanto le gustaban, se dejó morir.
Se llamaba Éric-Charles Simonneau y había nacido y sido un niño en Mohammedia, la antigua Fdala (“la favorable a Dios”), en la costa atlántica marroquí, pero nunca firmó una sola foto con el nombre que mostraban los papeles, ni tampoco asistió a ninguna clase donde tuviesen la insana pretensión de enseñar fotografía, una manera, como el jazz, de tontear con lo infinito, de jugar a ser rey de tu propio imperio. Se licenció en Filosofía, viajó por el mundo para entender que ninguna filosofía lo contiene ni lo explica, y se estableció en Quebec, en el Canadá francófono.
Hizo fotos con el hambre de quien hace fotos para no dar dentelladas al prójimo. Era integrista y primario. Solamente dos cámaras: una réflex de 135 y una destartalada Hasselblad que pedía a gritos un viaje final a la chatarrería. Siempre película química, nada de e-gadgets para incapaces. ¿Técnica? La distancia focal más corta —mientras de lejos, miras, de cerca ves— y la invasión del espacio personal del retratado. Sospecho no se quitaba el cigarrillo de los labios porque quería zarandear con el humo a sus víctimas, cegarlas y decirles con las intoxicantes volutas: “¡Quiero verte sin el antifaz, saber de qué eres capaz!”.
Desde 2001 fue uno de los fotógrafos de la gran agencia VU. Ganó algunos premios, colaboró sin ánimo de lucro, por puro peregrinaje espiritual, en la organización de muchas ediciones del Festival de Jazz de Quebec e hizo fotos de una larga nómina de notables (Oscar Peterson, Dee Dee Bridgewater, Diana Krall, Jimmy Scott, Leonard Cohen…). En su página web, en la que todavía no consta la muerte, hay ejemplos de su trabajo en conciertos en directo, tan contrastado e instintivo como los retratos.
La agencia del fotógrafo muerto anuncia un libro que compendia su obra. Creo que a Tshi, que sólo soportó este mundo durante 48 años, no le disgustaría que tres versos de Lhasa de Sela sean labrados como título: Voy montada en la marea alta / La cabeza está llena / Pero el corazón no es suficiente.