Vía: eluniversal.com | Por JONATHAN REVERÓN
Una generación intermedia habla de sus utopías dentro del Sistema
Con la generación de ellos empezó a ponerse a prueba si la teoría aplicaba a la práctica. Es decir, si era cierto que dándole un instrumento a un niño, éste era capaz no sólo de tocar, sino de memorizar una partitura, soportar horas de ensayo y mucha disciplina.
Allí están, viven de ser artistas, llevan el pan a la mesa, tienen hijos, familia, son hombres y mujeres hechos y derechos, seres articulados.
“Yo tengo 45”, dice Igor Lara, violinista nacido en Los Teques. “Tú has leído a Oscar Wilde, la mujer que dice su edad, puede decir cualquier cosa”, comenta Maribel Serna, violinista nacida en San Cristóbal, estado Táchira, después de señalar con el dedo que no dirá su edad.
Mónica Gómez Uzcátegui, violista, es la menor de este grupo, tiene 37, y Raimundo Pineda, sufre la traición del inconsciente, iba a decir 38, pero se corrige inmediatamente, “cuarenta y ocho”. Ellos fueron jóvenes, toda su generación fue adolescente cuando en Venezuela la palabra crisis empezó a convertirse en la muletilla diaria.
Adaptarse a lo que hay
La utopia es un hecho que acontece. Hablan desde el Centro de Acción Social por la Música, ubicado en Quebrada Honda en Caracas, en un salón de conferencias que a su vez está rodeado de varias salas de ensayo con la iluminación, la acústica y la ventilación que cualquier músico del primer mundo puede aspirar.
“La orquesta con la que yo me desarrollé en Maracay ensayaba en una pequeña iglesia, que imagino, fue donada al movimiento. La adaptamos, apartábamos el mobiliario de los feligreses y desde ahí tocó la primera orquesta infantil de Maracay. Luego de unos años hicimos una invasión (risas). Habían unos módulos de fibra de vidrio amarillos que quedaban en una zona muy céntrica”. Raimundo Pineda se refiere a los modernos módulos de Ipostel que en aquella época fueron quedando a merced de cualquier suerte, pero sobre todo del abandono. “Nos volvimos apropiamos de esos módulos, y eso hasta que no fueron nuestros no los dejamos. Los limpiamos y allí también ensayábamos”.
Para esa época, sobre el escritorio del maestro José Antonio Abreu, en Parque Central, estaban los primeros planos de la sede desde donde hablan hoy, frente a la Casa del Artista. ¿Se imaginaban que esa sede iba a ser posible? Pensar en la realización de ese conservatorio era utópico. “Para José Antonio Abrue no”, pide la palabra Maribel. “Él es un visionario, él vio que había que hacer una Universidad como el Instituto Universitario de Estudios Musicales (Iudem), que después se convirtió en la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Unearte). Él vio terrenos, o sea, el vio to-do. Yo entré a la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar en el año de 1982 y ya el maestro Abreu en ese momento hablaba de que iba a existir una Universidad de la Música, que había que prepararse porque íbamos a tener una sede”.
“Este instrumento es tuyo”
Para la década en que Raimundo Pineda, Maribel Serna, Igor Lara y Mónica Gómez se iniciaron, la institución comenzó a conseguir los primeros instrumentos por distintas vías.
Pineda evoca su cara más infantil: “Era una emoción indescriptible. La primera flauta que tuve era usada, un instrumento que está todo viejito también tiene su encanto, y los maestros te hacen saber que ese instrumento prestado va a ser tuyo y debe ser cuidado, ejecutado, algo que se convertiría en parte de ti”.
Aunque no hay nada como el olor a nuevo, Mónica Gómez coincide en que un instrumento usado es también como un libro de segunda mano: “En estos días me pasó algo curioso. Llegó una alumna para que le diera una clase y la viola que trajo me llamó la atención porque descubrí que fue un instrumento que en un momento dado le entregamos en un núcleo a Joyce Blanco, ex violista de la Simón Bolívar, me di cuenta porque reconocí una sonoridad, el instrumento como que me hablaba, al voltearlo descubrí las inciales de Joyce”. Cada instrumento que un alumno cambia sale de una ciudad para otra, y así la historia también se va contando.
Músicos para la sociedad
Algunos de ellos eran niños que empezaron a estudiar música en otros conservatorios, ajenos todavía a la metodología colectiva.
“Dejamos de estar solos. Dejamos de ser el atril, la partitura, el instrumento y un profesor encerrados para tocar y comenzamos a tener compañeros”, cuenta Serna.
En estas mismas páginas, el pasado viernes, Matthias Schulz, director de la Fundación Mozarteum de Salzburgo, recordaba las palabras del premio Nobel de Medicina, Thomas Südhof, cuando dijo en su discurso: “Todo lo que soy se lo debo a mi profesor de fagot”.
¿Para qué sirve un músico en la sociedad? Igor pide intervenir primero acerca de este asunto: “Yo creo que eso tiene muchas vertientes, una, bueno, tocar un instrumento no es sencillo, necesita dedicación, esfuerzo, constancia. Pero otra de las aristas que yo creo es la más importante y que aquí se exacerba es el hecho de ayudar, de dar, de enseñar. Entender que un reto no es algo que te frena, más bien, un reto es algo que te motiva a seguir adelante y a llevar las cosas a cabo por encima de cualquier dificultad. Al estudiar música, al estar en una orquesta y hacer el trabajo en conjunto, creas consciencia colectiva, se despierta una voluntad por hacer las cosas bien siempre”.
Se termina el tiempo de la conversación, unos tienen que volver a los ensayos, o a dar sus clases, otro a buscar a sus hijos al colegio. El ascensor se detiene tres pisos más abajo, lugar en donde una maqueta aguarda por la misma suerte de la sede donde descansa: un plan que ahora puede ser considerado como utopía. El mini edificio consta de una serie de cubos, uno es rojo, otros naranja, uno es verde, los más pequeños azules. La maqueta está levantada sobre el plano de un terreno en Barquisimeto y lleva la firma del arquitecto canadiense residenciado en Estados Unidos Frank O. Ghery…