Vía: Cultura.elpais.com | Por Daniel Verdú
El director estadounidense, de paso por España con la Orquesta de Montreal y la OCNE, desvela algunos episodios de su infancia en la granja familiar y de su relación con la música
Kent Nagano (Berkeley, 1951) y su padre solían recorrer las 350 hectáreas de su granja a bordo de un enorme tractor. Plantaban alcachofas, fresas y algunas variedades raras de hortalizas. Un día su padre paró el motor de la máquina y conectó la radio en medio del campo. Eran los años 50 y el MET retransmitía Aidapara todo el país. Ambos estuvieron parados media hora bajo el sol californiano atentos a esa especie de epifanía hertziana. “Entonces era alta tecnología. Yo era un niño sin ninguna esperanza de estar jamás en Nueva York. Hoy tenemos el Digital Concert Hall de la Filarmónica, emisiones en cines del MET… todo evolucionará, solo será un problema si nos quedamos quietos”, explica en Madrid, donde martes y miércoles dirigió a la Orquesta Sinfónica de Montreal en el ciclo de Ibermúsica. A finales de mes vuelve para ponerse al frente de la Orquesta y Coro Nacional de España.
Nagano dirige también regularmente a la sinfónica de Gotemburgo y a partir del año que viene será titular del foso de la Ópera de Hamburgo. Su casa está en San Francisco y su vida, señala, ha transcurrido en los dos últimos años a bordo de un avión. Pero su carrera es fruto de aquel aislamiento rural de infancia. Su padre era un arquitecto, matemático e ingeniero que tuvo que regresar a la granja familiar debido a algunas complicaciones personales. Su madre fue una estricta pianista empecinada en prohibirle escuchar una sola nota de rock. “Crecí en medio de ninguna parte. Estábamos aislados. Teníamos una televisión, pero solo se veía un canal. Todas las noches las pasábamos haciendo música. Todos tocábamos un instrumento y nos juntábamos alrededor del piano”.
Fueron años de estudio y concentración. Aunque cuesta imaginar la relación que podía mantener con su amado repertorio germánico y la profundidad de sus paisajes bajo el sol californiano. “Mi profesor venía de Múnich y era medio polaco. De él aprendí el repertorio alemán. Su casa estaba construida en el estilo tradicional bávaro, pero en California. También era pintor y tenía la casa llena de cuadros. Crecí en una suerte de ritual alemán. Pero a veces, mientras tocaba una sonata de Mozart, veía por la ventana a mis amigos jugando en la playa, nadando en el Pacífico. Muchas veces me dije: ‘Algo no funciona, esto no tiene sentido’.
—¿Lo que pasaba en la casa bávara o en la playa?
—Fuera. No podía hacer que las palmeras, el sol y el mar fueran parte de la Sonata en do mayor. Había una enorme falta de armonía en todo aquello.
Luego vinieron los años de la explosión hippie y el rock en California. También los vio por la ventana. “Mis padres eran un poco conservadores y me lo perdí todo. El rock estaba prohibido en mi casa. Mis amigos escuchaban a los Beatles o cosas así, pero en casa nunca entraron”.
La señora Nagano también apagaba la tele cuando aparecía Frank Zappa con The Mothers of Invention. Por otros motivos, el revolucionario músico sí se coló en su vida 25 años después. En uno de sus viajes a París, Nagano visitó a Boulez en el IRCAM, donde el compositor francés se encontraba preparando unas grabaciones de la música de Zappa. “Me picó la curiosidad. Al volver a California pedí algunas de sus partituras. Así le conocí. Investigué y fue fascinante descubrir su obra. Habían pasado ya dos décadas y yo me había perdido el gran escándalo, pero podía apreciar al genio que permanecía en su música”.
Zappa, como es sabido, le eligió un tiempo después para dirigir parte de su obra al frente de la London Symphony Orchestra. “La primera gran oportunidad que tuve”, siempre dice Nagano. “Sus composiciones eran muy disonantes y complicadas. Él buscaba un orden en todo aquello, así que decidió que estaría bien colaborar. Me invitó y fue el comienzo de una gran amistad. Hasta que murió”.
Desde entonces, su vida y su música siempre estuvieron a caballo entre Norteamérica y Europa. Lo mismo que le sucede al sonido de la orquesta con la que ha estado en España. Una metáfora, de alguna forma, de lo que representa Quebec. “Cuando la orquesta de Montreal toca, oyes el espíritu y el alma de Europa, pero apoyada con la técnica de Norteamérica. Consideramos Europa parte de nuestra herencia y pensamos que el Atlántico debe acercarnos, y no al revés. Tenemos la estética europea, su ritmo. Comparado con nuestros vecinos, tocamos de forma más cálida, más transparente y dependiendo del repertorio podemos ser muy brillantes, de un color como el bronce. Distinto de esos sonidos metálicos”.
Junto a la OCNE dirigirá el estreno mundial de una partitura de Arnaldo de Felice. Una muestra más de su compromiso por la música contemporánea y por implicar la clásica en la sociedad. “En el mundo sinfónico nos preguntamos, por ejemplo, qué será del sistema de abonos. En los años de posguerra tenía sentido. Ofrecía una estructura de la semana, actividad social regular… pero la gente ya no vive así. No hace planes con nueve meses de antelación. Así que el problema no tiene que ver con Beethoven. Sino con adaptar las infraestructuras a la manera de pensar del siglo XXI”. Con esa idea de no quedarse nunca parado.