Escrito por: María Elisa Flushing
Más de la mitad de la vida de Richard Wagner, tal vez el más polifacético y controvertido genio musical de todos los tiempos, transcurrió huyendo de sus acreedores, y de estas huídas la más dramática fue la que tuvo que hacer de Riga a Londres en 1839, una travesía marítima espantosa que, afortunadamente para los amantes de la ópera, sirvió de inspiración para componer la que se considera su primera ópera de madurez: “El Holandés Errante”. Este viaje que sin duda marcó su vida, Wagner lo recordará con todo detalle 25 años después en su autobiografía Mi Vida (Mein Leben).
En 1837 Wagner se instaló junto a su primera esposa, la actriz Minna Planer, en Riga (Rusia). Había sido contratado como director de orquesta en el Teatro de la Corte y todo parecía indicar tiempos de calma en la azarosa vida del compositor; pero el abierto aborrecimiento del empresario teatral y el acoso de los acreedores de Leipzig, Magdeburgo y Könegsberg le hicieron la vida imposible. Wagner decide que ha llegado el momento de partir al centro mundial de la música, a París. Como estaba en territorio ruso, para viajar era necesario tener pasaporte y eso era imposible si antes no cancelaba todas sus deudas. Un buen amigo de Könegsberg que lo visitó en esos días, Abraham Möller, le sugiero huir clandestinamente a París y, con el dinero que seguramente recaudaría allí con sus grandes óperas, podría pagar hasta el último tálero que debía.Tres prófugos cruzan la frontera
El plan de huida de Möller no tomó en consideración que aparte de Richard y Minna había un tercer fugitivo, Robber, un enorme perro terranova al que Wagner tenía especial cariño: “una hermosa criatura que, contrario a la naturaleza de su raza, era devotamente apegado a mí”. Los tres partieron el 9 de julio de Mitau, a unos 40 kilómetros de Riga, rumbo a la frontera en un coche cargado hasta el techo en el que Robber no cabía. Durante varias horas y bajo un calor intenso tuvo el pobre y lanudo animal que correr junto al carruaje hasta que finalmente consiguieron acomodarlo en el suelo del coche.
Muy cerca de la frontera, Abraham Möller los aguardaba con un cabriolé que habría de llevarlos hasta una casa algo sospechosa y que resultó ser una guarida de contrabandistas. Los Wagner y Robber esperaron hasta el anochecer la llegada de un guía que Möller había contratado para cruzar la frontera. La línea se extendía a lo largo de un foso entre dos colinas y estaba fuertemente custodiada por guardias cosacos; sólo disponían de escasos minutos durante el cambio de guardia para bajar la colina y trepar al otro lado sin dejar de correr porque los cosacos tenían órdenes de disparar aunque ya hubiesen atravesado la línea fronteriza. Robber, como si intuyera el altísimo peligro al que se exponían, se mantuvo al lado de los Wagner sin hacer el menor ruido. El guía volvió a encontrarlos y esta vez los llevó a una posada en territorio prusiano donde el emocionado Möller los recibió.
En las difíciles condiciones de los Wagner, que además llevaban consigo a un enorme perro, no era concebible hacer un viaje por tierra a París. Así que decidieron hacer la travesía por mar vía Londres. El siguiente destino sería el puerto de Pillau desde donde estaba previsto que partiría en unos días un velero mercante llamado “Tetis”.
El viaje de Arnau a Pillau no estuvo exento de calamidad, porque para evitar a los numerosos acreedores que Wagner tenía en Könegsberg, emprendieron viaje por caminos secundarios en tan mal estado que en una curva el coche volcó. Wagner y Möller salieron ilesos, pero Minna quedó atrapada bajo el vehículo y sufrió algunos golpes.
La primera tempestad
El 19 de julio, luego del accidentado viaje por tierra, los Wagner se dispusieron a abordar el velero que habría de llevarlos a Londres. Antes del amanecer, para burlar la guardia costera, se ocultaron en el bote de un pescador que los llevó hasta la embarcación. Allí debieron trepar por el empinado costado del “Tetis” y luego, a duras penas, izar al pesado perro. El trío de escapistas debió permanecer escondido entre fardos y toneles hasta el momento de partir para evitar ser descubiertos en un posible control de las autoridades.
La tripulación estaba conformada por el capitán Wulff y seis marineros. Robber, que normalmente era un perro muy amistoso, desarrolló un especial disgusto hacia uno de ellos, Koske, un marino entrado en años y particularmente taciturno. Con buen tiempo -como era de esperarse en verano- el viaje a Londres no debía durar más de 8 días, pero una prolongada calma retrasó la navegación por el mar Báltico y Wagner aprovechó plácidamente el tiempo leyendo una novela de George Sand para mejorar su francés.
El viento poco favorable que había prácticamente inmovilizado al barco cambió de pronto a una feroz tormenta. Durante dos días, apretados en el estrecho camarote del capitán, los Wagner padecieron de angustias y mareos. El barril de aguardiente con el que la tripulación se “fortalecía” durante el duro trabajo de sortear la tempestad estaba justo bajo el banco en el que Richard estaba tendido y quien más parecía necesitar “fortalecerse” era precisamente Koske, el enemigo mortal de Robber. Cada vez que el marino bajaba por la estrecha escalera, el terranova sostenía una lucha tan feroz que imponía al descompuesto Wagner un agotador esfuerzo adicional para controlar al perro.
Ante la seria amenaza de naufragio, el capitán Wulff se vio obligado a atracar en Sandgiven, un fiordo noruego. Wagner sintió una dichosa paz ante la vista de las orillas rocosas, las aguas tranquilas y la barrera de islotes que quedaba a sus espaldas. Un par de días después intentaron dejar Sandgiven, pero apenas zarparon chocaron con un peñasco que los obligó a dar marcha atrás para asegurarse de que el velero no hubiese sufrido daños mayores. Finalmente, al día siguiente reemprendieron el viaje en la ignorancia de la pesadilla que estaban por vivir.
La pesadilla no termina
Un fuerte viento del norte impulsó el velero hacia adelante, pero dos días después giró peligrosamente y violentas ráfagas arremetieron contra el barco. El infierno que se desató durante tres días superó todos los horrores vividos antes. Los Wagner pensaron que iban a morir irremediablemente y Minna le suplicó a Richard que se ataran con sus pañuelos para perecer juntos. A todas estas penurias habría que añadir las miradas acusadoras de la tripulación que culpaba a los Wagner de la mala suerte.
La tormenta se prolongó hasta el 8 de agosto. Habían perdido el rumbo y el cielo nublado impedía orientación alguna. A lo lejos el capitán divisó otro barco y se dispuso a navegar en la misma dirección. Poco antes de darle alcance, y con el tiempo justo para dar vuelta, Wulff se percató de que se trataba de una embarcación encallada en un banco de arena. El casi fatídico encuentro con esa especie de buque fantasma, le permitió al capitán precisar que estaban en la zona más peligrosa del cinturón de bancos de arena que bordean la costa holandesa. La navegación en dirección contraria les permitió divisar a Southwould en territorio inglés, pero tuvieron que pasar un día más de tribulaciones en medio de una tormenta para conseguir llegar a su destino.
El 12 de agosto de 1839, tras un escabroso viaje marítimo de 24 días, el velero consiguió echar anclas en la desembocadura del Támesis. Nunca más volvería Wagner a pisar un barco de vela y el recuerdo de ese viaje quedaría grabado para siempre en su memoria e inmortalizado en una ópera: “la leyenda del Holandés Errante, contada por los marineros, cobró una forma tan definida e individual en mi mente que sólo podía haber sido inspirada por mi aventura en el mar”.
Robber traiciona a Wagner
El noble y fiel terranova acompañó a los Wagner durante su estancia de una semana en Londres y también en la travesía marítima a París –esta vez en un sólido barco de vapor-, pero la vida allí no resultó lo que Wagner esperaba: al heroico trío de sobrevivientes les tocó vivir prácticamente en la indigencia. Una mañana Robber salió a su acostumbrado paseo y nunca más regresó. Tal vez fue lo mejor, porque nadie entendía como los Wagner que no tenían ni para comer, pudieran alimentar a un terranova de semejante tamaño.
Casi un año después, una mañana nublada en la que Wagner transitaba por las callejuelas de París en busca de alguna ayuda entre los “amigos” para sobrevivir, creyó ver a un fantasma: era Robber. Lo llamó y lo persiguió como un maniático, pero el perro huyó despavorido. Este último encuentro Wagner lo recuerda en sus memorias: “el hecho de que hubiera escapado con el terror de una bestia salvaje de su viejo amo, me produjo una extraña amargura y me pareció un horrible presagio”. Y efectivamente, el presagio se cumplió: Wagner, con mucha amargura, abandonó París en 1842.