Vía: elmundo.es | Blog de Pecho | Rubén Amón
¿Es Tristán e Isolda la ópera más importante de la historia? Puede que la respuesta no sea necesariamente afirmativa, pero la pregunta es legítima. De hecho, muy pocas óperas resistirían el mismo debate. Y puede que algunas de ellas fueran del propio Wagner, redundando en la dimensión colosal de un compositor que es noticia porque hemos celebrado en 2013 el bicentenario de su nacimiento y porque ocupa desde el domingo el escenario del Real precisamente con Tristán e Isolda.
¿Es la ópera más importante de la historia? El adjetivo “importante” resulta demasiado genérico, pero es también descriptivo de la contribución de Wagner al discurso de la música occidental. Sostiene Daniel Barenboim, por ejemplo, que Tristán e Isolda lleva a sus límites extremos las posibilidades de la música tonal.
Por ese motivo la ópera está en la cima. Y por la misma razón la música posterior se resintió de un complejo de inferioridad. Al menos hasta que intervinieron las vanguardias con la solución de la ruptura. Y lo hicieron bastante tarde en relación a la obra maestra de Wagner, pues Tristán e Isolda se dio a conocer en 1865 en Múnich.
Pudo haberse estrenado antes, pero se malogró el primer intento en Viena después de 77 ensayos porque a decir de los músicos la partitura resultaba “inejecutable”. Se referían no tanto a los requisitos virtuosísticos como a la complejidad armónica. No era una ópera melódica. Era una ópera magmática y enigmática. El barco de Tristán e Isolda no navega con el vaivén del oleaje. Lo hace con las corrientes invisibles del océano.
Se entiende que las dificultades de los músicos también concernieran a la estupefacción de los espectadores, aunque el mayor sacrificio de la ópera compromete a los protagonistas. Sirva como ejemplo que el poderoso Plácido Domingo, tantas veces Otello o Parsifal, nunca se atrevió a llevar el papel a escena. Concibió una excelente versión discográfica a las órdenes de Antonio Pappano, pero se previno de Tristán en los teatros porque la ópera ha enterrado medio escalafón a cuenta del esfuerzo vocal y físico que requiere.
La maldición se remonta al tenor que la estrenó. Ludwig Schorr von Carolsfeld pudo cantar cuatro funciones, pero falleció exhausto antes de la quinta, aportando a la ópera tanto unas propiedades metafísicas como una insólita leyenda negra que tuvo continuidad con las muertes de los maestros Félix Mottl (1911) y Joseph Kielberth (1968), ambos sorprendidos en el foso por la tormenta wagneriana.
Fue diferente el caso de Claudio Abbado en Tokio con la Filarmónica de Berlín. Dirigía Tristán cuando se le había diagnosticado el cáncer y aprovechaba los entreactos para visitar el hospital, aunque el maestro cuenta en la intimidad que la ópera de Wagner le devolvió a la vida. Y le ayudó a apreciarla de una manera distinta después de aquél viaje iniciático.
En realidad, Wagner había compuesto una ópera “hermética” respecto a los criterios en boga, entre otras razones porque la génesis y composición de Tristán e Isolda no pueden sustraerse a sus experiencias y angustias personales.
Unas se las proporcionaron la tormentosa relación adúltera con Mathilde Wesendonck. Otras provinieron de su lectura de Schopenhauer, de tal manera que fue una especie de terapia o de “metaópera”. Partiendo del texto manuscrito que el compositor germano remite a Liszt: “Nunca en mi vida había disfrutado de la verdadera felicidad del amor. Por eso erigiré un monumento al más encantador de todos los sueños: desde el principio hasta el final, el amor, por una vez, encontrará una total realización”.
El mérito de Wagner consiste en sobrepasar todas las barreras de la música y hasta del lenguaje para concebir el sueño. Y para conseguir que el amor imposible de Tristán e Isolda sobre la tierra adquiera gracias a la muerte una dimensión eterna en el cosmos.
Es la moraleja de la ópera. Visible y audible en el Teatro Real con las mejores garantías dramatúrgicas -Peter Sellars y Bill Viola- y pendientes de la solvencia de Marc Piollet, pues no existe la ópera sin la tensión musical que debe emanar del foso ni sin su aspiración metafísica.