Vía: gacetamercantil.com | Por Sara Barderas (DPA)
El 31 de diciembre acaba la prórroga de 20 años que entró en vigor en 1994 para los alquileres de renta antigua, y los dueños del local piden a los gestores del Café Central una suma que no pueden pagar.
Si en la capital española existe una referencia obligada del jazz en vivo, ese es el Café Central, al que el clarinetista y saxofonista Paquito D’Rivera bautizó con simplicidad y contundencia como “el lugar del jazz de Madrid” y el pianista Chano Domínguez calificó como “mítico”.
En sus 32 años de vida, junto al cubano y al español han pasado por su escenario grandes figuras del jazz nacional e internacional: los pianistas Randy Weston y Joshua Edelman, los saxofonistas Pedro Iturralde y Jorge Pardo, el contrabajista Javier Colina… Y, por supuesto, el inolvidable Tete Montoliu al piano.
La historia del “templo” o “catedral” del jazz madrileño -así lo llaman los aficionados- está sin embargo a un paso de expirar. El 31 de diciembre acaba la prórroga de 20 años que entró en vigor en 1994 para los alquileres de renta antigua, por debajo del precio de mercado, y los dueños del local piden a los gestores del Central una cantidad superior a los 5.000 euros que abonan ahora mensualmente y que ellos no pueden pagar. La alternativa obligada es cerrar a un establecimiento que se encuentra entre los 30 de Madrid declarados Patrimonio Cultural de la Ciudad.
El Café Central no ha sido nunca un negocio muy rentable. “Si lo fuera, en Madrid habría más sitios como este”, dice a dpa Gerardo Pérez, uno de sus fundadores. El jazz es un género minoritario y a veces resulta difícil anticipar la acogida de un concierto. En 1993, por ejemplo, el mítico y virtuoso organista neoyorquino Lou Bennett no hizo rebosar ningún día el local, con aforo para poco más de 100 personas. El también estadounidense Art Farmer, uno de los maestros de la trompeta, tampoco atrajo mucho público.
La situación económica de España en los últimos años ha complicado todo más. “Con la crisis no podemos asumir una subida de alquiler. En este país todo el mundo tiene ahora menos dinero. Hay un 25 por ciento de desempleo, hay un 55 por ciento de paro juvenil. Ese es nuestro público”, señala Pérez. La entrada oscila entre 10 y 20 euros, según el renombre -y el caché- del artista. “Quien no tiene dinero, lo primero que se plantea es dejar de ir a conciertos”.
En 1981, Pérez decidió junto a cuatro amigos de los años de universidad dar vida a un lugar al que a ellos les hubiera gustado acudir aunque no fuera suyo. En agosto de 1982 abrieron las puertas del Café Central en lo que había sido una tienda de marcos y molduras sobre la céntrica Plaza del Ángel, que preside el local con sus dos grandes ventanales y su frontal del madera.
A pie desde allí se tarda menos de cinco minutos hasta la Puerta del Sol y solo unos metros lo separan de la Plaza de Santa Ana, concurrida por los turistas que visitan la capital. Se dice en los mentideros del Barrio de Las Letras que alguna conocida cadena de hamburguesas está detrás del local por su privilegiada ubicación.
“El Café Central nació como una especie de síntesis de los sitios que nos gustaban: un café tradicional, luminoso, en el que charlábamos sin necesidad de alzar la voz, y los sitios de jazz a los que íbamos a conciertos”, recuerda Pérez, y enumera locales míticos de hace tres décadas, todos lugares de jazz que han desaparecido ya.
A lo largo de estos años ha ejercido de programador del local, en el que los espectadores se reparten por mesas situadas entre vetustas columnas y los espejos que cuelgan de ellas y de las sus paredes, también de aire añejo, reminiscencia de la tienda de molduras que fue antaño el lugar.
Para los músicos, el club suponía y supone una gran oportunidad porque sus actuaciones se fijan en el calendario durante una semana entera, de lunes a domingo, algo poco usual en el circuito. Los 32 años de vida se traducen en más de 11.500 conciertos.
“Los músicos dicen que no se lo pueden creer. La desaparición del Café Central sería la de uno de sus escenarios, y no uno cualquiera”, señala Pérez. No está muy boyante el mundo de la música en vivo, y menos uno minoritario como el del jazz.
En 1991, la prestigiosa revista británica “Wire” publicó una lista con los mejores clubes de jazz de Europa y situó al Central en octava posición.
Más de una década después, en 2002, la no menos reconocida “Down Beat” de Estados Unidos seleccionó los mejores 100 lugares del mundo para escuchar jazz y lo incluyó como el único de España. A partir de ahí, el club madrileño entró en todas sus listas anuales. En 2012, coincidiendo con sus tres décadas de vida, la publicación norteamericana amplió su lista mundial hasta 212 locales y el de la Plaza del Ángel siguió siendo el único español.
La entrada del Central en el mapa mundial de los locales de jazz había tenido lugar en 1988 de la mano del cuarteto del pianista Don Pullen y el saxofonista George Adams, que dio en su escenario 14 conciertos consecutivos.
“Creo que era el mejor cuarteto de jazz que había en el mundo en aquel momento”, rememora Pérez. Como batería llevaba a Dannie Richmond, que había acompañado durante toda su carrera a Charles Mingus, uno de los mejores contrabajistas de la historia del jazz. “Richmond estuvo fantástico”, recuerda Pérez. Murió poco después de aquellos conciertos, el cuarteto se separó y en pocos años fallecieron también Pullen y Adams.
No muchos años después, en 1994, hubo otro maratón de conciertos de una figura de talla internacional: el barcelonés Tete Montoliu tocó su piano durante cinco semanas consecutivas con el objetivo de rescatar al Central en una etapa dura. España atravesaba otra crisis económica, era verano y se jugaba un Mundial, una conjunción nefasta por la que el club estuvo a punto de quebrar.
“Fue la primera vez que un músico me bajó el dinero que yo propuse pagarle. Esa fue su manera de ayudarnos: llenarnos el local todos los días”, relata Peréz.
Montoliu, fallecido en 1997, no puede venir esta vez en auxilio del Central. Aunque viviera, seguramente tampoco podría hacer nada. El dinero es el dinero. Pero pese a la gravedad de la situación, en el Central son optimistas. Apuntan a una disposición transitoria en el contrato de arrendamiento que podría darles prórroga de cinco años y a unas obras que los propietarios estaban obligados a hacer y nunca terminaron, algo que quizá sirva al club ante los tribunales.
“Hemos optado por la resistencia. No nos vamos a ir el 31 de diciembre, sino que vamos a esperar a que sea un juez el que diga si nos tenemos que ir y en qué condiciones”, dice Pérez.
Junto al drama cultural, está el personal. El club tiene una treintena de trabajadores y los socios fundadores se acercan a la edad de jubilación, unos años a los que es difícil encontrar trabajo.
“Todavía no nos hemos metido en nuestro lecho de muerte, es pronto para empezar a hacer funerales. Aún nos quedan unos días”, advierte Pérez. Hasta el 18 de enero, más de dos semanas después de que expire el contrato de alquiler, el club mantiene las actuaciones programadas a diario.
“El Café Central es una historia irrepetible en la ciudad”, proclama Pérez, decidido hacer todo lo que pueda para que el jazz no deje de sonar entre las paredes del club.