Vía: www.religionenlibertad.com/ Por Juan Miguel Prim
Ayer leí una entrevista al gran músico italiano Uto Ughi (1944). Ughi es uno de los mejores violinistas del mundo y es célebre por sus espléndidas interpretaciones de conciertos de Bach, Mozart o Beethoven. Además ha dedicado gran parte de su carrera artística a intentar comunicar a los jóvenes el amor por la música clásica.
El lenguaje musical
En la entrevista –que puede leerse íntegra en italiano aquí– Uto Ughi se manifiesta humilde al reconocer que «el lenguaje de la música no se aprende nunca del todo». El músico, como el hombre, es siempre un aprendiz: «Hacer música es una búsqueda continua de ideas, de estímulos, de creatividad, de nuevos horizontes. Y aprender el lenguaje de las notas es un horizonte que no se alcanza nunca».
Ya lo dice la Sagrada Escritura, según la versión de la Vulgata: «Erunt semper docibiles Dei», «serán siempre educados por Dios», o más literalmente, «estarán siempre disponibles para ser educados por Dios» (Jn 6,45). Sí, la vida del ser humano es un camino de aprendizaje, de discipulado. Por eso siempre necesitamos maestros, personas que van por delante. Y, de manera particular, necesitamos del Maestro.
Uto Ughi continúa hablando del lenguaje musical con estas palabras: «(Es) un lenguaje que es como un espejismo, pues cuando parece que lo has aferrado se te escapa». A diferencia de la palabra, que tiene significados precisos, que se puede traducir de una lengua a otra, «la música es un lenguaje que no tiene necesidad de traducción, pues es un arte que va al corazón de quien escucha y es captado con la misma intensidad en países de lenguas, usos y tradiciones muy diversas. El lenguaje de la música es un lenguaje espiritual, que habla al alma del hombre. Se presta a múltiples lecturas, puede tener significados diversos. Por eso la investigación y el estudio son fundamentales para poder ser intérpretes eficaces de las grandes obras maestras que el pasado nos ha transmitido».
La necesidad del intérprete
Me resulta conmovedor que un músico de la talla de Uto Ughi reconozca esta necesidad de trabajar, de esforzarse, de investigar continuamente. No se siente «dueño» de la música o de su instrumento. Y en cuanto «intérprete» es consciente de su responsabilidad. Precisamente este aspecto de la interpretación me ha llamado siempre la atención en la música. A diferencia de un cuadro, que se ofrece a la vista del espectador directamente, o de una obra clásica literaria, que está siempre al alcance del lector, en el caso de la música no basta la reliquia material de la partitura, sino que es necesario el intérprete, o los intérpretes. Y todos sabemos que la labor del músico que interpreta una partitura no es simplemente mecánica, pues realmente hace «revivir» la pieza vocal o instrumental, dándole corporalidad, sonoridad, actualidad. Hay tantas versiones de una obra músical como intérpretes. Es la misma pieza, pero suena, vibra, llega al oído y el corazón de maneras muy distintas dependiendo de los intérpretes. Como sucede también, de otro modo, en el teatro o en la declamación de una poesía.
Cuando le preguntan si la necesidad de un intérprete no es una paradoja, un límite del lenguaje musical, Uto Ughi responde: «Podría ser vista como una contradicción, pero no lo es si comprendemos que el intérprete es quien se pone entre el autor y quien escucha para hacerle llegar una página musical. Toca después a quien escucha dejar que resuenen las notas en su alma para poderlas interpretar según su propia sensibilidad».
Sabias palabras, que nos recuerdan dos cosas. En primer lugar, la necesidad del intérprete. «La música está entre las notas» suelen decir los músicos. La partitura es una página «muerta» hasta que el músico la hace revivir. Los silencios, las dinámicas musicales, los acentos, el tempo, todo contribuye a diferenciar al maestro del debutante. Siempre he pensado que hace falta tanta genialidad –o casi– para interpretar a Bach o a Mozart, como para haber compuesto esas obras geniales. En cualquier caso, el intérprete es necesario para hacer presente el pasado musical, para que vuelva a suceder. En la interpretación musical las notas se «encarnan», cobran materialidad y presencia. Es el milagro de «hacer música».
Alguien podría pensar que existiendo discos, grabaciones, ese problema queda resuelto. Pero no. En realidad la grabación es un intento de «congelar» en un medio físico-sonoro el acontecimiento de la música, pero todos sabemos que no es lo mismo escuchar una grabación, por buena que sea, que escuchar un concierto en vivo. La comunicación del intérprete en un recital o concierto, el sonido, los gestos, el clima creado, no pueden compararse con la audición de un CD o un vinilo, aunque estos son preciosos para «conservar» lo que ha sucedido en la interpretación única e irrepetible de una pieza musical. De este modo podemos volver a escuchar las mejores versiones de algunos conciertos, incluso cuando el intérprete ya no está entre nosotros.
El alma de quien escucha
Lo segundo que nos enseña Uto Ughi es que la responsabilidad musical no reside sólo en el autor y en el intérprete. Quien escucha, el oyente o espectador, tiene también su parte en el acontecimiento de la música, pues dependiendo de su sensibilidad, de su formación y de su apertura recibirá de una manera u otra lo que el músico hace suceder. «Toca a quien escucha –recuerda Ughi– dejar que resuenen las notas en su alma»… Hermosa expresión. Hace falta «alma» en la música. Sin el alma del intérprete no hay música, sino mera mecánica sonora. ¿Podría un robot llegar a tocar mejor que un ser humano? Mecánicamente sin duda. Espiritualmente no. Pero también es necesaria el «alma» de quien escucha. Todos somos conscientes de este aspecto cuando vemos a nuestro alrededor personas que no se conmueven ante ciertos espectáculos de la naturaleza, ante ciertos gestos de humanidad, o ante las bellezas del arte. Sin el «alma» del oyente no se completa el acontecimiento de la música. Por eso muchos pensamos que la buena música requiere toda nuestra atención, no puede convertirse «música de fondo», meramente ambiental o decorativa. Este es en muchos casos el pecado de nuestro tiempo, que todo lo banaliza y comercializa, divulgándolo «a la baja», vulgarizándolo, queriendo ahorrar en el «consumidor» –terrible palabra– el trabajo, el esfuerzo, la atención espiritual que exige la contemplación de la verdad y la belleza.
Palabra, música e imagen: la naturaleza del cristianismo
La música y la palabra son «dos vías diversas para llegar a la verdad», afirma Uto Ughi. Y en esto coincide sin duda con lo que tantas veces ha recordado Benedicto XVI. Igualmente, la palabra necesita el complemento de la imagen en el arte cristiano. ¡Qué elocuencia tienen algunos rostros de Cristo, algunas Crucifixiones o Resurrecciones! Sí, la imagen es necesaria para la fe. El mismo Jesús no se limitó a predicar, sino que realizó «signos», se dejó ver, «interpretando» en su propia Persona la verdad y el amor del Padre. La Revelación, recordó el Concilio Vaticano II, acontece «verbis gestisque», con palabras y hechos, gestos, intrínsecamente unidos. Por eso el cristianismo no será nunca una mera «religión del Libro». No, es la revelación del Verbo encarnado, que continúa presente en los signos sacramentales, en la predicación viva, en el testimonio de los creyentes.
Es espléndido. Cuanto dice Uto Ughi sobre el acontecimiento musical es válido, «a fortiori», para el hecho cristiano. «Sin la diacronía de la Iglesia», dijo en una ocasión san Juan Pablo II, «no puede haber sincronía con Cristo». Cristo acontece hoy, vive hoy, habla hoy, en el presente de la vida de la Iglesia y del mundo. No está conservado en aceite rancio –con irónica expresión de Péguy– sino que, Resucitado, domina el tiempo y el espacio mediante su Cuerpo, que es también la Iglesia.
La educación de los jóvenes en la belleza
Una última cosa. Uto Ughi se lamenta de que en Italia –pensemos nosotros en España– no se hace lo suficiente para educar a los jóvenes en la sensibilidad hacia la música y la belleza: «Hay grandes obras maestras que podrían ser usadas para acercar a los jóvenes a la música y para educarlos en la belleza, pero no se aprovechan». Es un déficit educativo, pero también un problema de sensibilidad de las instituciones: «Pienso que, especialmente en momentos de crisis como el que estamos viviendo, es preciso trabajar para que el arte y lo bello se difundan, como instrumento educativo. Nosotros, artistas, tratamos con algo sagrado que hemos de dar a conocer al mayor número de gente posible. ¿Cómo? Uniendo fuerzas, haciendo dialogar a las artes. Y mirando con respeto a la tradición: los grandes intérpretes han sido siempre el oxígeno de mi vida artística, casi como una transfusión de sangre. He aprendido mucho y sigo haciéndolo siguiendo los conciertos de mis colegas. Porque no hay un único camino para llegar a la verdad. Y confrontarse es siempre fundamental».
Palabras que no necesitan comentario. «Algo sagrado» que es necesario comunicar. En eso estamos.