Agradecidos con María Elisa Flushing por la gentileza de enviarnos el enlace de este artículo
Vía: Revista Enie.Clarin.com | Desde siempre, la ópera se enfrentó a una paradoja: es un espectáculo teatral que conjuga todas las artes, pero muy pronto, entre todos los artistas involucrados, hubo uno que se convirtió en su principal referente: el cantante.
Resulta tan complejo como apasionante intentar comprender el efecto sensorial, emocional e intelectual que produce, en cada uno de nosotros, escuchar el sonido de la voz cantada. Indudablemente, nos ocurre también con el sonido de un piano, un violonchelo o un bandoneón, pero experimentar como oyente el canto de una hermosa voz tiene algo de prodigioso y convoca sensaciones viscerales mucho más profundas que cualquier otro instrumento.
¿Cuál es la razón? Tal vez el hecho asombroso de que el instrumento de un cantante no es otro que su propio cuerpo y el dominio de ese instrumento requiere de una enorme disciplina y años de estudio; tal vez el hecho de que en los momentos iniciales de la vida la voz desempeña un rol esencial en nuestro ingreso al universo de lo humano y por esa razón el canto nos remite a algo atávico o ancestral.
Renée FlemingUn interrogante atraviesa inevitablemente cualquier recorrido por las grandes voces de la lírica, y es la pregunta acerca de las cualidades que se requieren para ser un gran cantante. Baste con decir que esos parámetros no son inmutables: han cambiado a lo largo del tiempo, varían según los estilos musicales, según el canon establecido por la crítica especializada, para acariciar solo la punta del iceberg del complejo problema filosófico del gusto. De modo que esta selección no será menos arbitraria que cualquier otra y seguramente cometerá omisiones, excesos y alguna que otra injusticia.
Div@s: modo de uso
¿En qué consiste ser div@? En el transcurso de los cuatro siglos de vida de la ópera ¿el concepto de div@ o divismo ha permanecido inmutable o sufrió modificaciones? Y lo más importante: ¿es requisito para ser div@ poseer una gran voz? Al sobrevolar la historia de la lírica desde sus comienzos con la Camerata Fiorentina, en los albores del siglo XVII, llama la atención el rol que rápidamente comenzaron a ocupar los cantantes, protagonizando escenas de celos, caprichos o rivalidades, y suscitando la atención del público que comenzó a adorarlos u odiarlos apasionadamente.
En el mundo de la lírica la figura del divo o la diva se construyó también como estrategia publicitaria alimentada por la encarnizada competencia que se estableció entre los empresarios teatrales para captar la atención y el favor del público. Y así aparecen en escena nuestros primeros divos: los castrati . Ellos alcanzaban el registro agudo de soprano por haber sido sometidos antes de la pubertad a una cruel intervención quirúrgica que anulaba el cambio de voz natural. Caprichosos, excéntricos, vanidosos y muchas veces irascibles, dominaron los escenarios durante los siglos XVII y XVIII, gracias a su asombrosa extensión vocal y su milagrosa capacidad de ornamentar su canto con trinos, gorjeos, o escalas ascendentes y descendentes. Se destacaban Francesco Bernardi, apodado Senesino, favorito de Georg F. Handel y feroz rival de Carlo Broschi –más conocido como Farinelli– quien cantó durante años en la corte de Felipe V de España participando de todas las intrigas palaciegas. También deslumbraba con su virtuosismo Giovanni Carestini, quien, cansado de las disputas con sus contrincantes, se instaló en la corte de San Petersburgo y brindó su voz celestial a los zares.
Los roles compuestos para estas voces prodigiosas comenzaron a ser rescatados del olvido en el siglo XX por mezzosopranos como Marilyn Horne o Janet Baker, que no dudaron en calzarse yelmo y armadura para personificar al emperador Julio César, el caballero Rinaldo o el rey persa Xerxes. También los actuales contratenores heredaron esos difíciles roles del repertorio barroco: se trata en este caso de voces masculinas que alcanzan, mediante la técnica vocal, extensión y timbre similares a los de la mezzosoprano e incluso de la soprano. A partir de la labor pionera de los ingleses Alfred Deller y James Bowman, junto al belga René Jacobs, en las últimas décadas los teatros líricos han podido exhumar obras de Vivaldi, Cavalli y Scarlatti gracias a la excelencia que han alcanzado las voces contratenoriles actuales: desde la suntuosa homogeneidad de David Daniels o el timbre cristalino de Andreas Scholl, a las proezas del joven Philippe Jaroussky.
Prima donnas y tenores
Una vez desaparecidos los castrati, los compositores dirigieron todos sus esfuerzos a crear roles de heroínas que permitieron a las sopranos monopolizar el lugar de protagonistas casi absolutas. Sus preciosas voces eran, en algunas oportunidades, la inspiración para los compositores que creaban personajes a su medida, como ocurrió con Isabella Colbran (1785-1845), para quien Gioacchino Rossini creó la mayoría de sus personajes. “La” Colbran –un verdadera prima donna se reconoce por el uso del artículo antes del nombre– poseía una voz asombrosa que le permitía abordar las notas más graves de una contralto pero a la vez podía ascender a los agudos de una soprano, y esta versatilidad es precisamente lo que Rossini explotaba al máximo en los roles que le componía especialmente (en 2009, la bella y talentosa mezzosoprano Joyce DiDonato grabó un disco en su homenaje llamado Colbran, the Muse ).
Con Giuditta Pasta (1797-1865) y Maria Malibran (1808-1836) comenzó el reinado de las sopranos dramáticas de coloratura, quienes llevaron el bel canto italiano a su esplendor. De la segunda, la inquieta y versátil mezzosoprano Cecilia Bartoli reunió sus mayores éxitos y piezas compuestas especialmente para ella, en un disco que vio la luz en 2007 con el nombre Maria . Cuenta Camille Saint-Saëns en sus memorias que, en una de las famosas veladas musicales que Rossini hacía los sábados en su casa parisina, la joven soprano Adelina Patti (1843-1919) cantó un aria de El barbero de Sevilla con tal cantidad de adornos vocales agregados que, al finalizar, el compositor le dijo irónicamente: “muy bonito, querida, ¿y quién escribió la pieza que acabas de cantarnos?”. La reprimenda de Rossini no le impidió a La Patti consagrarse como la soprano más exitosa de su tiempo, y cobrar sumas millonarias por sus actuaciones.
Hasta el comienzo de las grabaciones sonoras, lo que nos llega de esas voces legendarias es solamente el testimonio de sus contemporáneos. La posibilidad de conservar para siempre una voz en un registro sonoro cambió sustancialmente la relación del público con la ópera y sus intérpretes, que pasaron a formar parte del mercado discográfico, sometiéndose a las más variadas estrategias comerciales.
En 1903 el sello Gramophone realizó la primera grabación completa de una ópera, siendo la elegida Ernani de Verdi. Cualquiera podía ahora escuchar ópera en el cómodo sillón de su casa, aunque eso significara maniobrar los 40 discos grabados por una cara que ocupaban los 120 minutos de la obra. La nueva tecnología permitió inmortalizar al inigualable Enrico Caruso (1873-1921), tal vez el tenor más popular de todos los tiempos. Exhibiendo su potente voz de tenor lirico spinto , el napolitano abordó casi la totalidad del repertorio italiano para su cuerda desde el dulce y lírico Nemorino al aguerrido y heroico Radamés, además de haber creado los roles de Dick Johnson ( La fanciulla del West ), Maurizio ( Adriana Lecouvreur ) y Loris Ipanoff ( Fedora ), entre otros.
Rivalidades
En la Europa de posguerra que, aun estupefacta frente al reciente horror que debía comenzar a elaborar, iba reconstruyendo lentamente tanto sus ciudades como su tejido social, la música sirvió también como un medio para reconciliarse con la condición humana.
En mayo de 1946, Arturo Toscanini dirigió el concierto de reapertura del Teatro alla Scala en el que participaron importantes artistas del momento. Pero a la joven de 24 años que cantó la parte de soprano en el Te Deum de Verdi, el maestro le tendría reservado el apodo de voce d’angelo : esa voz de ángel pertenecía a Renata Tebaldi (1922-2004). Su reinado fue compartido con quien iba a establecer un antes y un después en la interpretación operística: la griega-norteamericana Maria Callas (1923-1977).
Aunque la rivalidad entre ellas tuvo más que ver con estrategias publicitarias y el fanatismo que generaron en el público, ninguna de las dos hablaba de la otra con demasiado cariño. Sus estilos no pudieron ser más diferentes: Tebaldi, que continuaba en cierta forma la tradición de Maria Caniglia y Claudia Muzio –exquisita partenaire habitual de Caruso–, conmovía al público por su voz esmaltada, robusta, más homogénea que ágil, e ideal para los roles de Verdi y Puccini, de los que dejó ejecuciones memorables. Por su parte, Callas –más identificada con el canto apasionado y penetrante de Rosa Ponselle, otra frecuente partenaire de Caruso– fue de esas artistas cuya entrega es tan intensa que alcanza ribetes autodestructivos. Todos aquellos afortunados que presenciaron actuaciones suyas, coinciden en que cuando ella salía a escena nada más importaba: su enorme magnetismo y la dimensión trágica que lograba darle a sus personajes excedían cualquier consideración sobre la precisión técnica o las asperezas de su timbre vocal.
Las interpretaciones de Maria Callas establecieron un estándar difícil de superar: ni Violetta Valéry, ni Norma, ni Lucia di Lammermoor volvieron a ser las mismas luego de pasar por la garganta de la soprano griega. Ya difícilmente el público iba a entusiasmarse exclusivamente por el virtuosismo vocal sino que comenzaría a exigir además mayor profundidad y versatilidad en lo actoral. La siguiente generación dio voces de gran calibre como las de Mirella Freni, Renata Scotto, Plácido Domingo y Alfredo Kraus, que no se limitaron sólo a cantar estupendamente sino también a desentrañar los más recónditos secretos de la psicología de los personajes. Domingo –un verdadero milagro vocal que sigue en actividad con 72 años recién cumplidos– es quizás la mejor síntesis del artista integral: versátil e incansable y con más de 140 roles cantados en todos los idiomas.
Pero a pesar de la relevancia que adquirió lo actoral, sobrevivió una estirpe de cantantes que continuaron más centrados en la perfección del sonido que en la verosimilitud de sus interpretaciones. Entre ellos tenemos a Joan Sutherland, Luciano Pavarotti y Monserrat Caballé, voces de indiscutible belleza y precisión técnica pero generalmente inmunes a todo impulso dramático.
Estilos
Un eje que atraviesa la historia de la lírica es el de los estilos y escuelas de canto. Está el estilo francés y ruso, existen también las voces mozartianas, verdianas o wagnerianas, pero lo que divide las grandes aguas de devociones, preferencias y fervores de los melómanos desde el siglo XIX hasta nuestros días es la diferencia entre el calor mediterráneo de las voces italianas en contraposición al inquebrantable acero de las alemanas. Jussi Björling, Giuseppe Di Stefano, Mario del Monaco, Franco Corelli y Carlo Bergonzi son el paradigma del tenor italiano: voces anchas, redondeadas y de elegante fraseo.
Las voces alemanas, asociadas fundamentalmente a las obras de Wagner y Richard Strauss, poseen en cambio mayor potencia y un timbre más metálico que les permite abrirse paso entre la densa orquestación de esos compositores. Las sopranos Kirsten Flagstad, Astrid Varnay, Birgit Nilsson e Hildegard Behrens han sido las mejores Isoldas y Brunildas en su momento, mientras que Lauritz Melchior, Wolfgang Windgassen y Jon Vickers han prestado sus resonantes voces para dar vida a Tristán o Sigfrido.
Aunque en la mayoría de las óperas la pareja protagonista está compuesta por soprano y tenor, también hay grandes papeles para las voces graves, si bien por lo general les está reservado el rol de villano, de figura paterna o materna y fundamentalmente de rival amoroso. Algunos barítonos, bajos, mezzosopranos y contraltos han incluso superado muchas veces la popularidad de sus eternos rivales, las voces agudas, y han recibido el título de div@.
El bajo ruso Fiodor Chaliapin (1873-1938) ha sido catalogado muchas veces como uno de los fenómenos vocales del siglo pasado, debido a sus notables dotes actorales que lo convirtieron en el Boris Godunov, Mefistófeles y Don Quijote de referencia. Entre los que han recibido su herencia, se encuentra el bajo norteamericano Samuel Ramey, un extraordinario intérprete que cumplirá este año cuarenta años de actividad. Entre los barítonos es imprescindible recordar al recientemente fallecido Dietrich Fischer-Dieskau (1925-2012), cantante de una talla descomunal que ha alternado sus actuaciones de ópera con recitales y grabaciones de Lied (canción de cámara alemana), en tanto la estirpe del barítono verdiano tiene como orgullosos representantes a Leonard Warren, Ettore Bastianini, Tito Gobbi y Piero Cappuccilli, todos ellos estupendos Nabuccos, Rigolettos, Yagos y Boccanegras.
El timbre aterciopelado y sensual de la mezzosoprano hace que el oyente se enamore incondicionalmente de su voz. Eternas despechadas por el amor no correspondido del tenor, otras veces seductoras y tramposas sirenas que logran con su canto hacer tropezar al héroe, pero también madres y nodrizas comprensivas, las “mezzos” –como se las suele llamar en el mundo de la lírica– también han tenido que ponerse, literalmente, los pantalones en escena. Además de los roles masculinos que heredaron de la ópera barroca, muchos compositores han creado para este tipo de voz personajes de jóvenes y adolescentes enamorados como los de Cherubino ( Las bodas de Figaro ) y Octavian ( El caballero de la rosa ). Las voces inconfundibles y vibrantes de Giulietta Simionato, Christa Ludwig, Teresa Berganza, Fiorenza Cossotto y Frederica von Stade nos siguen deleitando en innumerables grabaciones.
Pero por sofisticada que sea la tecnología utilizada, la voz grabada nunca podrá alcanzar la calidad y riqueza que posee al ser escuchada en vivo, por lo que ninguna grabación podrá igualar ni sustituir la apasionante experiencia de asistir a una función de ópera en un teatro. Y eso es lo que recomendamos calurosamente al lector: que vibre en la butaca de cualquier teatro lírico como espectador de ese hecho artístico complejo e integral que es la ópera.
Y quién sabe; si es muy afortunado, podría toparse con las voces de las sopranos Anna Netrebko, Natalie Dessay o Renée Fleming, de las mezzos Anne Sofie von Otter o Vesselina Kasarova, del tenor Jonas Kaufmann, o del bajo-barítono Bryn Terfel entre muchos otros importantes cantantes de la actualidad.