Vía: www.lanacion.com.ar | Por Jorge Aráoz Badí
Si se escucha este CD más de una vez, puede quedar la sensación de que no se trata de un disco, sino de dos: Strauss-Netrebko-Barenboim en las canciones, y Strauss-Barenboim en Una vida de héroe. No sólo porque las canciones cortejan la intimidad y el poema sinfónico es imperativo, sino porque las alusiones veladas que canta Netrebko pertenecen a un mundo distinto al del orden impulsivo en que se mueve el superhombre.
No se trata de un cuestionamiento al montaje de dos o más obras que persiguen efectos distintos, porque esto sucede desde la existencia del CD y aun del LP y, casi siempre se agradece haber aprovechado el espacio con mayor cantidad de música. El único escrúpulo (para quien lo tenga) viene del cotejo entre dos composiciones de tan distinto carácter, separadas por cincuenta años. Algo que, por otra parte, no resta ningún valor ni a las interpretaciones, ni a la compaginación.
Con la versión realizada por la soprano rusa Anna Netrebko, la discografía de las Cuatro últimas canciones (1948) suma más de 32 grabaciones. Tan nutrido catálogo es un transparente ejemplo para demostrar hasta qué punto la interpretación es innegable fruto de la subjetividad, porque entre esa treintena y pico no hay dos iguales. La versión de Kirsten Flagstad, con Furtwangler (recién editada en 2007) no se parece a las tres de Schwarzkopf, ni ésta a la de Jurinac, a la de Lisa della Casa, a la de Janowitz, a la de Tomowa Sintow, a la de Steber ni a las dos de Popp. La de Lott no es igual a ninguna de las anteriores ni a las de Marton, Harper, Eaglen, Isokoski, Hendricks, Auger, Studer, Caballé, Brewer, a las dos de Te Kanawa y a las dos de Fleming, Stemme, Studer, Voigt, Harteros o Mattila. Y hasta a la de un tenor, como René Kollo.
Por supuesto, no se trata de diferencias substanciales, sino de atmósfera y de ánimo. La última de las grabaciones, de Netrebko, es de una soprano que, según su confesión, oscureció la voz después de su parto. Nada más apropiado. Los poemas logran cierta expresión sombría y una dulzura que los acerca más a Mahler que a Wagner y redondean una imagen de Strauss introspectiva con algo misterioso, no somnolienta sino desvelada. Este enfoque no le quita fuerza a la doliente melancolía de estos epílogos románticos de posguerra.
Daniel Barenboim, con la Staatskapelle de Berlin, acompañó sin ningún desborde sentimental y cuidó la arquitectura de estas orquestaciones admirables en que Strauss no se privó de incluir el metal entre las cuerdas. Aplicó evidente escrupulosidad en los detalles y contribuyó en un altísimo porcentaje a estimular una meditada audición.
Mucho más expansivo, por exigencia del material, se lo encuentra al director en Una vida de héroe. La desmesura expresiva de esta obra que Strauss dedicó a Willem Mengelber cuando era director del Concertgebouw de Amsterdam, cultiva el apasionamiento de los artistas de la entrada al siglo veinte, por una era dorada en la que el hombre sería redimido y transfigurado. Como se sabe, esta neurosis originada en Nietzsche (y que Herman Melville diagnosticó cuando escribió “La divinidad está rota; nosotros somos sus pedazos”) derivó en delirios cuyas consecuencias nunca dejarán de lamentarse.
Pero en música dio frutos como este poema sinfónico para una orquesta instrumentalmente dilatada, que Barenboim conduce en esta grabación con claridad, cuidado del equilibrio sónico, brío y teatralidad, y logra una comunicación ardorosa que se mantiene pendiente a lo largo de toda la obra.