El sello Deutsche Grammophon publica una grabación inédita de Emil Gilels, coincidiendo con el centenario del que fue uno de los máximos pianistas rusos de la época soviética
Vía: www.abc.es | STEFANO RUSSOMANNO
Emil Gilels (1916-1985) fue el mayor pianista ruso de la época soviética junto a Sviatoslav Richter. Sus medios técnicos eran imponentes (Heinrich Neuhaus, su profesor en el Conservatorio de Moscú, afirmaba no haber escuchado nunca unas octavas como las de Gilels) y cuando, a mediados de los años cincuenta, la Unión Soviética permitió a sus artistas exhibirse en Occidente, el primero al que se envió fue precisamente Gilels.
El régimen miraba todavía con recelo a Richter por sus orígenes alemanes (el padre había sido fusilado por los rusos durante la Segunda Guerra Mundial acusado de traición) y temía que aprovechase la ocasión para fugarse. Pero no fueron sólo razones de índole política las que inclinaron la balanza a favor de Gilels. Gilels era un portento pianístico: su virtuosismo era impresionante; su toque, mágico. Su estilo interpretativo –fiero, viril, épico– arrastraba a las audiencias.
Velocidad y fuerza
Con Gilels el éxito estaba garantizado y, como se preveía, sus giras occidentales fueron un triunfo. Entre 1955 y 1983, el pianista recorrió Estados Unidos en doce ocasiones. Ahora, con motivo del centenario de Gilels, el sello Deutsche Grammophon publica una grabación inédita realizada el 6 de diciembre de 1964 en la Ópera de Seattle. Aunque la carpeta del disco especifica que se utilizó un aparato profesional, la calidad del sonido es endeble. Suficiente, sin embargo, para apreciar las virtudes de un Gilels que se encontraba entonces en la plenitud de sus facultades.
Quien escuche la versión de la «Waldstein» entenderá enseguida por qué a Gilels se le consideró siempre uno de los mejores intérpretes de esta sonata y, más en general, uno de los beethovenianos más distinguidos. Estamos ante un Beethoven de líneas majestuosas, de talante épico y profundo. Gilels sabía traducir como pocos los equilibrios formales de una pieza. Escucharle una sonata era como contemplar un templo. Los elementos del discurso musical sonaban como columnas, pórticos, naves y frontones de un edificio imaginario que el pianista desgranaba ante el oyente con una lógica y una firmeza apabullantes.
Otra de las bondades de Gilels era el sonido voluminoso, que no perdía su belleza ni siquiera cuando el pianista tocaba muy fuerte o muy rápido. La «Sonata nº 3», de Prokofiev, y la «Danza rusa», de Stravinsky, son ejemplos emblemáticos de la manera en que Gilels conciliaba velocidad, fuerza y esplendor tímbrico.
La selección de las «Visiones fugitivas» de Prokofievdemuestra que Gilels no era sólo un extraordinario escultor de grandes formas, también era un consumado miniaturista (su obra maestra en este apartado es su registro de las «Piezas líricas» deGrieg). La primera serie de las «Images» deDebussy y «Alborada del gracioso» de Ravel aportan más datos sobre la cualidad del sonido de Gilels, capaz de matices íntimos, sutiles y acrisolados dentro de su robustez. El concierto se termina con el «Preludio en si menor», de Bach/Siloti, su propina fetiche (como la «Sonata K 55» de Scarlatti lo es para Zacharias): una breve pieza a la que Gilels sacaba acentos conmovedores.
La originalidad de Gilels como intérprete fue emergiendo a medida que se moderaba su virtuosismo, si bien sus manos no dejaron de funcionar a las mil maravillas hasta el final. Para tener una medida exacta de su grandeza, resulta indispensable conocer sus grabaciones de los años setenta y ochenta. Por ejemplo, el citado disco con las «Piezas líricas» de Grieg, donde el pianista escoge significativamente las piezas más intimistas para descubrir la vertiente profunda y sombría de este repertorio.
Beethoven filosófico
O su inacabada integral de las sonatas de Beethoven (cinco le quedaban por grabar todavía, cuando le sorprendió la muerte). También aquí Gilels abandona progresivamente el virtuosismo de los comienzos y empieza a sondear los aspectos más filosóficos (y polifónicos) de la música beethoveniana. Estas versiones llaman la atención por la relajación de los «tempi», la sutilísima declamación del texto, la exquisitez del fraseo y la monumentalidad del concepto sonoro, que realza hasta límites impensables las sonatas más pequeñas (op. 14 nº 2, 49, 79). No menos profético suena, en sus manos, el Beethoven tardío (op. 101, 106, 109-111) y es posible que en el op. 10 nº 3, en el op. 90 y en las «Variaciones “Eroica”» Gilels esté solo en lo más alto.
En comparación con la grandeza visionaria de Richter, Gilels puede parecer fácilmente un intérprete más conformista, un talento natural adiestrado en la ortodoxia. Pero su magnitud se mide por otros parámetros. Si Richter era un chamán sentado al piano, Gilels era un sublime orador capaz de tener clavado en la butaca al oyente con su dominio de los ritmos y las inflexiones del discurso.