Escrito por Sergiu Celibidache | (Artículo para “El Nacional”, 7/12/1977). Le agradecemos al Maestro Felipe Izcaray por haber enviado esta nota del interés de los lectores de Venezuela Sinfónica
Aún cuando el retrato del maestro Vicente Emilio Sojo es muy complejo y de una riqueza poco común, no creo yo que pueda revelar algo que los venezolanos no conozcan acerca de la vida y de la obra de este gran creador, quien con su voluntad, abnegación, su fe, sus ideales, su falta casi culpable de toda intención de autoafirmación, unido todo esto a sus sufrimientos y a sus desilusiones, escribió -sin duda- la historia musical de este país. Si repitiendo la misma oración el creyente encuentra la realidad trascendental de su fondo inagotable, es en el mismo sentido que nosotros, mirando retrospectivamente a su figura histórica descubriremos -sin añadir ni omitir algo- las mismas características esenciales, la misma dimensión de un personaje monumental, la auténtica grandeza de un héroe mitológico popular.
Este envidiable ser privilegiado, que con tanto orgullo puede mirar a los sentimientos que con respecto a él nos animan, puede considerarse como pasado, presente, en nuestro futuro.Yo no puedo opinar sobre la obra musical de Vicente Emilio Sojo -la conozco muy poco- ni intento valorar con mis apreciaciones sus méritos creativos. Como toda obra del espíritu, ella tiene ya sus propios medios de persuasión, su lenguaje directo, irresistible, su indiscutible universalidad.
Tuve la suerte, hace muchos años, de encontrar al maestro Sojo en un período de mi vida de eufórico entusiasmo y de incansable dinamismo, cuando quería yo cambiar al mundo antes de conocerlo.
Como todos los jóvenes, yo también cultivaba aquél espíritu de apertura hacia lo nuevo, hacia lo moderno, hacia lo que significara un cambio, y buscaba el punto límite de la permeabilidad de la música frente a los factores exteriores característicos de la nueva generación.
En la agitada vida y confuso mundo de aquél joven explorador, la aparición del Maestro Sojo tuvo el efecto dramático de una gota de limón en un vaso de leche. El impacto, el choque con aquél otro saber, con la sabiduría del corazón, fue muy revelador. El credo glacial de la universidad encontraba el hosanna inocente de una hoja fresca salida de una tierra virgen.
Como por milagro, durante un concierto improvisado en la casa de Juan Bautista Plaza por el coro que Sojo inspiraba y dirigía, la visión de la relación irreversible entre la expresión y lo expresado, la orgánica correspondencia entre lo significante y lo significado, y en la forma directa que solo la música popular puede acertar, mi mundo musical se dividió en dos: de una parte, lo genuino; de la otra, el resto. De una parte, el ser humano independiente, obedeciendo solamente a su resonancia interior, el cristal; de la otra, la intensificación mecánica artificial, desde afuera, el mundo amorfo.
Yo debo a Sojo una buena parte de esta “Erkenntsiss”, de este conocimiento que entonces me parecía esotérico: toda música, de cualquier forma y tipo, lleva en sí misma sus propias posibilidades potenciales, de persistir, de duración en el tiempo, literal y figuradamente hablando, y no puede evolucionar, cumplir con sus promesas, fuera de esas posibilidades.
Para alguien que pensaba que Schönberg y la Escuela de Viena (en el caso específico de la armonización de los Volkslieder, canciones populares), había abierto nuevas perspectivas, creando otro vocabulario y diferentes formas de intensificación de la expresión musical, eso fue una ducha fría. Ha sido un milagro el hecho de que a pesar de la vehemencia de mis reacciones rebeldes, como consecuencia de una vida de éxitos que siempre me daba la razón, yo haya aceptado las enseñanzas del inspirado maestro. ¿Cómo pudo ocurrir eso? Fue la fortuna de haber tenido un contacto directo con aquella roca de humanidad, aquella montaña Ávila sonriente, aquél samán eternamente protegido por la fe en sus antecedentes, que era Sojo.
Después de mi primer ensayo con la Orquesta Sinfónica Venezuela, reconocí en aquellos cordiales bigotes, en aquella inolvidable cara, todo lo que un joven músico podía desear: aceptación, correspondencia, admiración y, sobre todo, la incomparable satisfacción de encontrar inesperadamente, tan lejos de mi ambiente espiritual y del mundo de mis valores familiares, otro hermano.
Esa amistad sin principio, y como ustedes pueden comprobar, sin fin, ha sido -aunque no siempre elocuente y visible- mi compañera fiel en el combate contra la deshumanización de la música y la prostitución de la profesión.
La muerte de este gran hombre no ha cambiado nada para mí: el mundo de sus ideas quedó vivo y contagioso como era cuando lo conocí. ¿Qué hay más vivo que un ejemplo simbólico que uno quiere siempre hacerlo suyo, que uno quiere apropiárselo en todos sus detalles, que lo acompaña consciente e inconscientemente en todas sus acciones, que lo protege contra sus propias debilidades y lo estimula hacia ideales en los cuales cree?
En la semana de Sojo no conmemoramos la muerte del gran hombre. Al contrario, festejamos su nonagésimo cumpleaños y gozamos de la plenitud del incomparable sentimiento de encontrarlo a cada paso en las formas más reales, de oírlo, de sentirlo inconfundiblemente en cada rincón, de saberlo caminar vivo junto a nosotros.. Está vivo en los corazones que palpitan todavía y así se quedará el símbolo de la rectitud perfecta que nos ha dejado; está vivo y así quedará el concepto de la total integridad humana que con tanta perfección él realizó; está vivo y así quedará la visión del infinito amor por esta tierra que él pudo encarnar. Aquellos de nosotros que logren perpetuar su altísima enseñanza, el dinamismo generador de valores humanos del espejo Sojo en el cual se reconozcan, lo harán revivir.
En esta armonía en la cual he vivido junto a él, aunque separado por tantas aguas y vientos, hubo un solo punto sobre el cual no hemos terminado todavía de discutir en esta vida. Presos por la oposición entre lo que el desarrollo de la música en Venezuela debería ser y lo que ella podría ser, dialéctica inherente a toda evolución de una nación en busca de su identidad artística, los jóvenes discípulos de este Sócrates venezolano, usando el derecho supremo de intentar adivinar con los ojos cerrados lo que se podía ver con los ojos abiertos, empezaron a discutir, a apreciar e interpretar la influencia del maestro sobre el conservatorio, la Orquesta Sinfónica y la música en este país.
Yo, que pensaba en poder cambiar la reacción del maestro, que me parecía un tanto pasiva, tuve con él una discusión memorable que me reveló su lado que menos conocía: la humildad. Su idea central, después de haberme hecho entender sin sombra de pesar, con la fatalidad del campesino que no conoce la erosión de la duda era: “hay que dejar correr el agua hacia donde quiere correr”, “hay que dejar a las cosas seguir su curso natural”, “nadie en este mundo es insustituible”.
Aceptar esa opinión del querido maestro, es aceptar la idea de que él hubiera podido no hacer lo que hizo. Y eso no lo creo. Creo, en cambio, todo lo contrario: nadie es sustituible y toda realización individual es en su calidad intrínseca como en su virtud de interacción contextual y en su ineluctable actualización, absoluta.
El hecho de que el organismo viva -este motor- es debido a la labor de tantas ruedas individuales diferentes, que determinan un solo movimiento posible. Otras ruedas darían otros movimientos. No hay una sola diminuta arteria en esta comunidad nacional, por capilar que sea, donde no se perciba, no se sienta hoy como entonces, la pulsación, el impulso de quien con tanto altruismo y sabiduría, con tanta fidelidad a su pueblo, sin jamás comprometerse en situaciones de comodidad política, haya despertado y guiado la vida musical de este país a la realidad de hoy. Pedir, querido ductor escondido, que otro hubiera podido hacer lo mismo, es como decirme a mí que otro hubiera podido ser mi padre. Y como dicen los neopitagóricos, es insustituible el impulso, insustituible su relación al efecto.
Lo que se renueva, lo que se repite, lo que es lo mismo aunque no sustituíble, es el inmenso respeto que ha logrado despertar en todos nosotros y la veneración que acompañará siempre la evocación de su imagen.
Sojo no ha sido un regalo caído casualmente desde arriba, una feliz materialización de las fuerzas ciegas de la naturaleza, una óptima fuerza de herencia y azar. Sojo es un sencillo y limpio fenómeno natural, una flor espontánea del campo criollo, una canción de las estrellas del cielo vernáculo, una sinfonía augural de esta tierra generosa, que de vez en cuando logra emanciparse de todas las influencias contradictorias y revela en una forma incontenible, por encima de toda interpretación subjetiva y fuera de toda contemporaneidad, su inconfundible identidad.
El maestro Sojo es Venezuela.
Ojalá que un buen día Venezuela fuera también el maestro Sojo.
Caracas, 7 de diciembre de 1977.