Vía: ProdaVinci | Por Aquiles Báez
Corría el principio de los años setenta. El Ateneo de Caracas era una casa hermosa donde solía asistir con mi mamá y mis hermanos. Debía tener unos seis o siete años. De esa época recuerdo con mucho cariño varias cosas, memorias de esa casa convertida en lugar de encuentros. Uno de esos recuerdos es el de las obras infantiles dirigidas por William López. Luego los Orange Crunch que nos invitaba Eduardo “El Gallego”, quien nunca supe si era el dueño o solamente el encargado de aquel cafetín rodeado de rejas que daba hacia un patio de piedras. Quizás lo más impactante para mí fue la emoción que me generó asistir por primera vez al concierto de la amiga de mi mamá: Soledad.
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Ese concierto fue mágico. Ella, acompañada por su guitarra y apenas una pequeña amplificación. Al terminar, fuimos a saludarla. Con mucho cariño me abrazó y me hizo sentir que esa experiencia era algo aún más emocionante de lo que ya había sido. Después nos fuimos con Manuel, entonces esposo de Soledad, a comer al Jaime Vivas, parada obligada después de ir al viejo Ateneo. Nos fuimos caminando porque, entre otras cosas, se podía caminar de noche. A lo largo de mi vida he seguido asistiendo a los conciertos de Soledad, en el Aula Magna, en el Teatro Teresa Carreño o en cualquier otra parte, siempre con la visita obligada al camerino y la misma emoción de ver a alguien que uno quiere y que siempre será parte de mi infancia.
Soledad empezó a ser amiga de mi mamá en los años sesenta, cuando ambas paseaban por los pasillos de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela. Era frecuente verla en la televisión en el programa de Sofía Imber, antes de ir a la escuela. Ella pertenecía a un mundo un tanto subterráneo de gente de izquierda y bohemios, donde su voz era referencia obligada. “La Sole” o “Solita”, como le dicen en confianza, hacía unas fiestas fabulosas que me marcaron sin que me diera cuenta. Por esas fiestas desfilaron artistas como Cecilia Todd, Lilia Vera, Facundo Cabral, Mercedes Sosa, Zitarrosa y, en medio de esos grandes ligas, mi mamá nos ponía a mis hermanos y a mí a tocar el cuatro, la mandolina, la guitarra y a cantar. Supongo que eso nos dio roce artístico, pero en su momento era algo que me avergonzaba.
Son recuerdos muy hermosos.
¿Cómo no recordar a Nanny Barret, una cantante paraguaya que vivía en Venezuela? Exiliada y amiga de Sole que nos abrazaba y nos besaba, incluso cuando cantábamos desafinados. O la cola que siempre nos daba a la salida de esas fiestas, en su Volkswagen, Esmilda Ledezma, quien además se quejaba de subir al carro con Ana María —mi mamá— y sus tres gorditos, más los instrumentos. También estaban las cosas que hacía con azúcar, ron y limón un amigo pelúo de la Sole: el cantante y compositor brasileño Manduka, quien con su afro y simpatía alegraba todo lo que estaba a su paso. Y toda la camada de amigos sureños en las fiestas de Soledad, que se pasaban una cosa que llamaban mate que a mí me parecía poco higiénico. También estaban siempre presentes Germania, Maritza, Manuelita, el flaco Valero, Luis Brito el gusano, Gisela, entre tantos otros que me perdonarán si los omito. ¡Todos unos personajes esos amigos comunes de mi mamá y Soledad! Son como tías y tíos de cariño que se han quedado sostenidos en la memoria.
Recuerdo haber ido a conocer a Ana Sol, la hija de Soledad, cuando nació. Después era constante asistir a las reuniones familiares de los Bravo, al punto que Ana Sol es como mi hermana. Ella es parte de mi historia personal. Se suponía que iba a ser el padrino de su hijo mayor pero, honestamente, con tantas ocupaciones pasó el tiempo y al vivir fuera de Venezuela nunca concreté esa ceremonia… creo se buscaron otro padrino.
Otro hermoso recuerdo de ese entorno eran los cuentos fabulosos de don Fernando, el padre de Soledad, quien nos contaba historias de la Guerra Civil española. Don Fernando era un señor muy culto y elegante, con una hermosa barba blanca. Nos hablaba de la República española, la guerra y su experiencia en ese horror. Una vez nos contó de cómo se le puso el pelo blanco porque lo llevaban todos los días al paredón y disparaban cargas vacías. También recuerdo a la señora Elena haciéndonos dulces cada vez que los visitábamos o cuando venían a la casa, en un Dodge tan antiguo como ellos. Nos contaban sus historia de cómo llegaron a Catia y esa vida de inmigrantes, además del amor que sentían por esta tierra que los adoptó e hicieron suya. También se hicieron familia de nosotros todo el entorno cercano de Soledad, sus hermanos, los sobrinos y la maravillosa tía Lola.
Una vez, en mi plena adolescencia, Soledad se encontraba recién saliendo con quien ha sido su compañero de todos estos años: Antonio Sánchez. Nos fuimos en un viaje a buscar material musical en Coro, de donde es mi familia, y en Maracaibo, a la casa de mis tías. Esa travesía fue toda una aventura, literalmente. Los tórtolos —como los bauticé— no hacían sino verse y darse besos en plena carretera mientras venían camiones de frente: más de una vez terminamos en el hombrillo, e incluso casi “encunetados”. Pero bueno, así es el amor…
Antonio, filósofo chileno con años viviendo en Alemania, se había mudado a Caracas para trabajar en la Universidad Central de Venezuela. En ese viaje empezó a entender nuestro universo surrealista. Viajábamos en un Renault sin aire que nos prestó Zaida Rausseo, otra de las tías amigas de Sole y mi mamá. Íbamos de Coro a Maracaibo con un calor impresionante que superaba todos los termómetros, “entre cardones y tunas” de los dos lados de la carretera. Nos moríamos de sed y, de repente, vimos un aviso que decía Agua Viva. Antonio se emocionó porque creyó que conseguiríamos un río donde bañarnos y calmar la sed. Llegamos a Agua Viva y efectivamente había un río, pero estaba más seco que cuerpo de momia. Antonio estaba enfurecido, cuando de repente vemos el letrero de Río Seco. ¡No tienen idea de la cara de Antonio! Todos empezamos a llorar de la risa. Cuando llegamos a Río Seco, paradójicamente, el río tenía un chorrito, al menos corría un poquitico de agua. Recuerdo que Antonio dijo: “¡Coño! Este país sí es raro: las aguas vivas son secas y los ríos secos tienen agua”.

Cuando decidí ser músico profesional, alrededor de mis doce o trece años, fui donde Soledad para que me recomendara qué hacer. Viéndolo desde la distancia, para mí era muy importante su aprobación y que me recomendara qué estudiar. Desde siempre, ella me ha hecho sentir que su voz es totalmente mágica. En ese momento sentía que ella era una suerte de mentora, porque la música era parte de su vida.
Por eso Soledad no puede sino ser mi primer gran referente en la música. Ella llamaba a mi mamá y nosotros nos coleábamos para escuchar sus discos en su casa, mucho antes de que salieran. ¡Era realmente emocionante! Ahí en el sofá de su casa de Colinas de Bello Monte, escuchamos sus discos de música venezolana, el disco de boleros, el trabajo hermoso con Rafael Alberti, las maravillosas canciones sefardíes arregladas por el maestro catalán Ricard Miralles y todos los demás. Soledad marcó una pauta al grabar el disco Caribe con Willie Colón y dejarlo a uno pensado “Con esa cara de marido/ tú te ves tan aburrido./ ¡Arranca pa’ allá!”. Todavía me quedo maravillado con el disco Volando voy, con el piano de Jorge Dalton, el bajo milagroso de Eddie Gómez y el saxofón explosivo de Paquito D’ Rivera. Y la fabulosa versión de “Como mata la pena”, de D’Javan y Chico Buarque, arreglada magistralmente por El Negro Cabrera. Y las cosas mágicas que grabó con Dioni Velázquez en la guitarra. Toda una vanguardia hecha música popular.
Tiempo después, ella empezó a cantar con músicos de mi generación, como el baterista Andrés Briceño, el pianista Otmaro Ruiz, el gran Aaron Serfati en la batería, Omar Oliveros en las congas, aderezados por veteranos como Nené Quintero en la percusión, Benjamín Brea en los saxos y “El Patúo” Velázquez. A esa banda le roncaban los motores, una fuerza inspiradora que en ese momento me puso a pensar en el hecho de hacer arreglos con esa fuerza y ese espíritu.
Ya en mi post adolescencia —de la cual, creo, nunca he salido—, nos encontrábamos casualmente en las fiestas de músicos, ya desde otra perspectiva. Cada vez que ella cantaba en esas reuniones, siempre había quien la acompañara. Además, me ponía sumamente nervioso el simple hecho de que ella estuviera viéndome tocar. En una de esas fiestas donde acompañé a varios cantantes, Soledad me dio una gran lección. Después de que toqué con mi guitarra junto a un par de cantantes, vino hacia mí y me comentó: “Cuando toques con una cantante, tú no eres el solista: tienes que acompañar y no tratar de impresionar”. Eso en aquel momento fue un tanto duro. Me intimidó, pero me hizo reflexionar. Sin duda, el apellido Bravo no es de gratis. Las reflexiones y un aviso contundente te hacen crecer más que mil halagos. El músico, cuando acompaña, muchas veces olvida el rol que tiene. Hay que aprender a entender los espacios de la música y, cuando estás acompañando, nunca debes olvidar que hay que seguir al cantante y encontrarte con esa energía que sólo da esa interacción. Si eso no pasa, la magia no existe. Es algo que nunca he olvidado y se lo agradezco.
Al entorno de Soledad me unen muchos nexos de cariño. Además de Ana Sol y sus hermanos, tíos y sobrinos, Antonio —el esposo de Soledad— tiene un hijo que conocí cuando vivió en Venezuela: Juan Antonio Sánchez, “El Chicoria”, un gran creador y guitarrista que reside en Chile. A El Chicoria me lo encontré hace unos tres años en Madrid y fue hermoso ver cómo la hermandad se mantiene. Es una gran compositor que, por cosas del destino, es amigo de otros amigos míos que viven en el exterior. Sin duda, otra hermosa coincidencia con un músico que admiro y respeto.
Son muchas otras las historias cercanas. Cuando murió mi hermano Gustavo, Soledad lo lloró como un hijo y todavía lo llora. Gustavo, además del vínculo casi familiar, trabajó con Soledad y Antonio realizando varias producciones de sus conciertos y otros proyectos. Eran recurrentes los domingos con Soledad, sus sobrinos y Gustavo.
Paradójicamente, nunca he compartido tarima con ella. Supongo que ha sido una suerte de azar que no nos ha dejado coincidir. Sin embargo, en mi disco llamado En Cantado (que está por salir), Soledad cantó una composición mía que se llama “Conjuro”, una suerte de pieza de jazz. La Sole es sumamente versátil y, además, tiene un rango de voz inmenso. Grabó este tema de una forma súper especial: con su carisma, transformó su voz en una especie de Ella Fitzgerald caribeña.
Mis recuerdos de Soledad se llevarían más de cien años, porque son eternos. Siempre estarán ahí, donde el tiempo se escapa en el horizonte y se vuelve un espacio recurrente de la memoria. Es hermoso, después del tiempo transcurrido, ver a quienes han sido tus referentes y que sigan siéndolo. El cariño sigue presente y el respeto por esa gran artista ha crecido. Es una cantante que ha hecho una carrera musical muy sólida y que ha grabado en estilos musicales muy diversos.
Soledad Bravo simboliza la fuerza de la música hecha canción y de la canción hecha mujer. Por eso: ¡Bravo, Soledad Bravo!
Cuando decidí ser músico profesional, alrededor de mis doce o trece años, fui donde Soledad para que me recomendara qué hacer. Viéndolo desde la distancia, para mí era muy importante su aprobación y que me recomendara qué estudiar. Desde siempre, ella me ha hecho sentir que su voz es totalmente mágica. En ese momento sentía que ella era una suerte de mentora, porque la música era parte de su vida.
Por eso Soledad no puede sino ser mi primer gran referente en la música. Ella llamaba a mi mamá y nosotros nos coleábamos para escuchar sus discos en su casa, mucho antes de que salieran. ¡Era realmente emocionante! Ahí en el sofá de su casa de Colinas de Bello Monte, escuchamos sus discos de música venezolana, el disco de boleros, el trabajo hermoso con Rafael Alberti, las maravillosas canciones sefardíes arregladas por el maestro catalán Ricard Miralles y todos los demás. Soledad marcó una pauta al grabar el disco Caribe con Willie Colón y dejarlo a uno pensado “Con esa cara de marido/ tú te ves tan aburrido./ ¡Arranca pa’ allá!”. Todavía me quedo maravillado con el disco Volando voy, con el piano de Jorge Dalton, el bajo milagroso de Eddie Gómez y el saxofón explosivo de Paquito D’ Rivera. Y la fabulosa versión de “Como mata la pena”, de D’Javan y Chico Buarque, arreglada magistralmente por El Negro Cabrera. Y las cosas mágicas que grabó con Dioni Velázquez en la guitarra. Toda una vanguardia hecha música popular.
Tiempo después, ella empezó a cantar con músicos de mi generación, como el baterista Andrés Briceño, el pianista Otmaro Ruiz, el gran Aaron Serfati en la batería, Omar Oliveros en las congas, aderezados por veteranos como Nené Quintero en la percusión, Benjamín Brea en los saxos y “El Patúo” Velázquez. A esa banda le roncaban los motores, una fuerza inspiradora que en ese momento me puso a pensar en el hecho de hacer arreglos con esa fuerza y ese espíritu.
Ya en mi post adolescencia —de la cual, creo, nunca he salido—, nos encontrábamos casualmente en las fiestas de músicos, ya desde otra perspectiva. Cada vez que ella cantaba en esas reuniones, siempre había quien la acompañara. Además, me ponía sumamente nervioso el simple hecho de que ella estuviera viéndome tocar. En una de esas fiestas donde acompañé a varios cantantes, Soledad me dio una gran lección. Después de que toqué con mi guitarra junto a un par de cantantes, vino hacia mí y me comentó: “Cuando toques con una cantante, tú no eres el solista: tienes que acompañar y no tratar de impresionar”. Eso en aquel momento fue un tanto duro. Me intimidó, pero me hizo reflexionar. Sin duda, el apellido Bravo no es de gratis. Las reflexiones y un aviso contundente te hacen crecer más que mil halagos. El músico, cuando acompaña, muchas veces olvida el rol que tiene. Hay que aprender a entender los espacios de la música y, cuando estás acompañando, nunca debes olvidar que hay que seguir al cantante y encontrarte con esa energía que sólo da esa interacción. Si eso no pasa, la magia no existe. Es algo que nunca he olvidado y se lo agradezco.
Al entorno de Soledad me unen muchos nexos de cariño. Además de Ana Sol y sus hermanos, tíos y sobrinos, Antonio —el esposo de Soledad— tiene un hijo que conocí cuando vivió en Venezuela: Juan Antonio Sánchez, “El Chicoria”, un gran creador y guitarrista que reside en Chile. A El Chicoria me lo encontré hace unos tres años en Madrid y fue hermoso ver cómo la hermandad se mantiene. Es una gran compositor que, por cosas del destino, es amigo de otros amigos míos que viven en el exterior. Sin duda, otra hermosa coincidencia con un músico que admiro y respeto.
Son muchas otras las historias cercanas. Cuando murió mi hermano Gustavo, Soledad lo lloró como un hijo y todavía lo llora. Gustavo, además del vínculo casi familiar, trabajó con Soledad y Antonio realizando varias producciones de sus conciertos y otros proyectos. Eran recurrentes los domingos con Soledad, sus sobrinos y Gustavo.
Paradójicamente, nunca he compartido tarima con ella. Supongo que ha sido una suerte de azar que no nos ha dejado coincidir. Sin embargo, en mi disco llamado En Cantado (que está por salir), Soledad cantó una composición mía que se llama “Conjuro”, una suerte de pieza de jazz. La Sole es sumamente versátil y, además, tiene un rango de voz inmenso. Grabó este tema de una forma súper especial: con su carisma, transformó su voz en una especie de Ella Fitzgerald caribeña.
Mis recuerdos de Soledad se llevarían más de cien años, porque son eternos. Siempre estarán ahí, donde el tiempo se escapa en el horizonte y se vuelve un espacio recurrente de la memoria. Es hermoso, después del tiempo transcurrido, ver a quienes han sido tus referentes y que sigan siéndolo. El cariño sigue presente y el respeto por esa gran artista ha crecido. Es una cantante que ha hecho una carrera musical muy sólida y que ha grabado en estilos musicales muy diversos.
Soledad Bravo simboliza la fuerza de la música hecha canción y de la canción hecha mujer. Por eso: ¡Bravo, Soledad Bravo!