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Vía: elpais.com | Por PABLO L. RODRÍGUEZ
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Fidelio es una misa, no una ópera. Lo afirmaba Wilhelm Furtwängler, en 1950, al presentar una nueva producción de este título beethoveniano en el Festival de Salzburgo. Apelaba el director alemán estrictamente a lo musical, pero también a lo espiritual. Una lectura apolítica para rescatar la obra de la obscenidad nazi. E incluso de la abstracción escénica. Algo habitual ya entonces, como demostró Wieland Wagner en su régie de 1954 para Stuttgart sin acción ni diálogos. Con Fidelio nunca es cuestión de solventar una acción acartonada, una dramaturgia engorrosa o una torpe mezcla de estilos operísticos, como de honrar una partitura formidable, que se inicia con las cuitas domésticas de Las bodas de Fígaro y termina adelantando el abrazo universal de la Novena sinfonía. Bien lo saben en la Quincena Musical de San Sebastián, donde siempre se ha escuchado Fidelio en versión de concierto. Se programaba ahora por tercera vez, tras las ediciones de 1984 y 2005, cuando se interpretó con conjuntos vascos, como el Orfeón Donostiarra y la Sinfónica de Euskadi. En esta ocasión, la orquesta fue la Filarmónica de la BBC, con un director autóctono, Juanjo Mena (Vitoria, 1965), que es también su titular desde 2011 y que terminará su periplo con ella el próximo verano.
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Esta producción concertante de Fidelio se estrenó en mayo de 2015, en Mánchester, y es la única ópera que Mena ha dirigido a la BBC Philharmonic. Se ha recuperado ahora, con algunas novedades en el reparto y la incorporación del Orfeón Donostiarra, tanto para los Proms londinenses, donde se escuchó el pasado 21 de julio en el Royal Albert Hall, como para la Quincena. Al parecer, el enfoque original pretendía nivelar lirismo e intensidad, con voces más próximas a Mozart que a Wagner, junto a una orquesta fluida, vívida y transparente. Pero ha terminado en una curiosa miscelánea que cosechó un notable éxito, el pasado viernes 4 de agosto, en el Kursaal. El primer acto no discurrió bien. A los problemas con las trompas, que asomaron en la obertura y lastraron el aria de Leonora, se unió una falta de tensión generalizada junto a problemas de balance entre orquesta y solistas. Todo mejoró en el segundo acto, aunque Mena propició antes del descanso exquisitos tapices sonoros para acompañar algunos números, como el cuarteto o el coro de los prisioneros, e incluso aportó un ideal tono perverso a la marcha que precede la entrada de Don Pizarro.
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En el reparto destacó el Florestán rudo, pero poderoso y musical, de Stuart Skelton, que se arrancó con un tremendo Gott de quince segundos tras esa fascinante fragmentación orquestal que abre el segundo acto. Brillante el Rocco de James Creswell, que sustituyó ya en los Proms al indispuesto Brindley Sherratt, y firmó una fluida aria del oro. Ricarda Merbeth fue una Leonora competente, con medios vocales mermados, pero que no le impidieron sostener el Si agudo al final de su aria y cosechar los únicos aplausos ocasionales de la velada. Resaltaron los jóvenes Louise Alder como Marzelline y Benjamin Hullett como Jaquino, pero también David Soar como Don Fernando. Y el punto más bajo fue Detlef Roth, un Don Pizarro demasiado lírico y sin dimensión vocal. El Orfeón Donostiarra firmó una actuación memorable, que fue a más en el segundo acto. En un intenso y dinámico finale que, aunque dramáticamente innecesario, resulta crucial para representar ese paso de lo cotidiano a lo sublime, de los personajes a la humanidad, de la ópera a la misa.
El día anterior, el jueves 3 de agosto, Mena dirigió a la BBC Philharmonic en un concierto centrado en obras de Elgar y Berlioz que supuso el arranque de la temporada sinfónica de la 78ª Quincena Musical. Fue una velada superior al Fidelio subsiguiente, donde la orquesta británica mostró mejor sus credenciales. Pero donde la precisión no funciona sin un director o un solista que aporten magia e inspiración. Asier Polo lo hizo en el Concierto para violonchelo, de Elgar; y Mena en la Sinfonía Fantástica, de Berlioz.
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El violonchelista vasco (Bilbao, 1971) se desdobló a la perfección en esa doble faceta de narrador y protagonista que otorga al solista el compositor inglés. Lo hizo buscando siempre la vocalidad, con un generoso uso del portamento, pero también con un ideal camerístico que tuvo su punto culminante en el Adagio. Como propina tocó una sensacional versión del preludio-fantasía de la Suite para violonchelo, de Cassadó.
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Por su parte, Mena derrochó imaginación en Berlioz, ese Episodio en la vida de un artista que debe ser más exploración emocional que pictórica. Consiguió el mejor balance en el segundo movimiento, cuyo perfil danzable aportó con todo el cuerpo, pero también en el intenso aquelarre del movimiento final, aunque destacó la sección de viento madera en la bucólica escena campestre. Como propina tocaron una prescindible obertura de Egmont, de Beethoven, pero ya sin nervio ni fantasía. Hoy, sábado 5 de agosto, volverá a sonar esta obra para abrir el concierto inaugural del Festival Internacional de Santander junto a la Fantástica de Berlioz y la Rapsodia sobre un tema de Paganini, de Rachmaninov, con el joven pianista Juan Pérez Floristán como solista.
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