Vía: elmundo.es | Blog de Pecho
Los melómanos berlineses mantienen una relación rutinaria con el éxtasis musical. Y no sólo por la imponente Filarmónica y el templo pentagonal que la aloja. También por sus teatros de ópera y sus orquestas “secundarias”, de tal manera que los foráneos nos sentimos abrumados entre la creatividad y el patrimonio. Y sopesamos la eventualidad de exiliarnos, sin necesidad de esperar, si quiera, a la eventual victoria de Podemos.
Viene a cuento esta disquisición por el impacto del 29-N. Impacto personal en la aparición de Martha Argerich. E impacto general, pues ocurrió que los berlineses perdieron los papeles a su manera. Lo hicieron reclamando una y otra vez en la escena a la pianista argentina. Lo repitieron exigiendo que Riccardo Chailly, concertador del acontecimiento, regresara de su camerino con el auditorio a media luz. Ya se habían marchado los profesores de la Filarmónica, incluso, pero los espectadores enfatizaron el reencuentro del maestro italiano con la orquesta berlinesa.
La ha dirigido en pocas ocasiones. Acaso porque fue él mismo titular de la rival DSO berlinesa (1982-89). O porque Chailly se había involucrado hasta el tuétano en el proyecto del Gewandhaus de Lepizig, asumiendo la devoción a Bach y a Mendelssohn, concibiendo los ciclos de referencia en el repertorio de Beethoven y de Brahms. E involucrando a los mejores solistas. Incluida Martha Argerich y la grabación en vivo del “Concierto de Schumann”.
Tiene sentido mencionarlo porque fue la obra que interpretaron en Berlín este sábado. Interpretaron y entretejieron, pues la simpatía musical entre ambos propuso un asombroso ejercicio de concertación, “desdibujando” las distancias entre la solista, el podio y la orquesta.
Había sido la intención de Schumann cuando escribió el embrión del concierto. Se trataba de subordinar la opulencia sonora a la intimidad camerística, de forma que Argerich y Chailly concibieron una versión sobria, profunda e intensa -la intensidad nunca ha sido un sinónimo musical del volumen- por mucho que los artífices del concierto “desmelenaran” el último tiempo en un ejercicio asombroso de exuberancia.
Siete años hacía que la maestra argentina no tocaba con los “berliner”. La arroparon como si fuera la reencarnación de Clara y bajaron los arcos cuando Argerich regaló la propina. Una escena de niños de Schumann que podría tocar un niño. O que podría tocar un sabio cuando sabe evocar el consejo del compositor germano a su amada y prodigiosa esposa: “Tendrás que olvidarte de que eres una virtuosa”.
Eso hizo Argerich. Olvidarse de que es una virtuosa. Trascender la técnica y el piano mismo. Sobrecoger a los berlineses y a los foráneos. Predisponer las almas para que luego Chailly nos secuestrara con la “Tercera sinfonía” de Rachmaninov en el lirismo y la nostalgia del compositor ruso.
Daba pena que el concierto terminara. Y no lo hizo del todo, pues el templo de la Philharmonie tenía programada una sesión golfa con el “Viaje de invierno” de Schubert. Interpretó el ciclo con belleza y sensibilidad el tenor Christian Elsner, pero la novedad del acontecimiento consistió en que Simon Rattle dirigió a los jóvenes de la cantera de la Filarmónica de Berlín en una versión orquestada “atmosféricamente” por Hans Zender.
Atmosféricamente quiere decir que el compositor germano elude modificar una sola nota de la partitura del tenor para recrearse, a cambio, en la proyección de la escritura pianística, suplantándola con la cuerda, la madera, el viento y la percusión, unas veces radicalizando la armonía, otras conteniéndola en los vaivenes del tiempo, el exterior y el interior, redundando en la aparente ambigüedad de la “instrospección metafísica”, proporcionando un fabuloso contexto dinámico y cromático que se malogró con el embrujo de la media noche.