Vía: elpais.com/ Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA
A sus 38 años cuenta ya con una carrera consolidada y es uno de los jóvenes directores de orquesta más aclamados a nivel mundial
Tiene 38 años y ya ha consolidado su carrera. Es uno de los jóvenes directores de orquesta más aclamados a nivel mundial. En octubre conquistó la Metropolitan Opera de Nueva York con suRigoletto y el pasado 30 de enero debutó al frente de la Filarmónica de Viena, un honor que solo han alcanzado dos españoles: él y Plácido Domingo. Esta es la historia de Pablo Heras-Casado.
Eran más de las once de la noche y Pablo Heras-Casado (Granada, 1977) se disponía a salir a Nueva York después de haber dirigido en la Metropolitan Operala décima y última función de Rigoletto. Recién duchado, vestido con un pantalón vaquero, unas zapatillas de deporte, una sudadera sobre el jersey, cerró la puerta del camerino que había ocupado de manera intermitente durante los últimos dos meses y echó a andar enérgicamente por el laberinto deshabitado de corredores y zonas de servicio que forman la parte sumergida de un gran teatro de ópera. Al llegar a la cabina donde permanecía una guarda de seguridad uniformada se despidió cálidamente de ella en español. Con acento latinoamericano, la guarda le dijo: “Ay qué pena. Hasta pronto, maestro”. No es probable que muchos directores de orquesta hubieran tenido con ella esa amabilidad. Heras-Casado nos guiaba expertamente hacia la salida al fotógrafo Fernando Sacho y a mí, pero al pasar junto a una puerta que daba al foso de la orquesta se me ocurrió pedirle que nos dejara verlo. En medio de los atriles había un artefacto como un fuelle enorme. “Es una máquina de viento”, dijo Heras-Casado. “El mismo modelo que en un teatro de hace un siglo”. Subiendo unos peldaños huecos se llegaba al podio del director. Desde allí la vista del enorme teatro era abrumadora, a pesar de la penumbra y de los asientos vacíos, un espacio expandiéndose cóncavamente en todas direcciones, un vértigo difícil de imaginar, cuando la sala esté llena y resplandeciendo de luces, cuando estalle el largo vendaval de un aplauso.
Heras-Casado los ha recibido de una intensidad inusitada al final de cada una de las funciones de este Rigoletto. Las críticas, como ya es habitual cuando dirige en la ciudad, han sido entusiastas. Pero en estos dos meses que ha pasado en ella no solo ha trabajado en la Metropolitan Opera. Heras-Casado es un hombre joven que no parece cansarse ni desalentarse nunca. Ha dirigido en el Carnegie Hall a la orquesta de St. Luke’s, de la que es titular, en un programa de Stravinski y Chaikovski. Ha hecho una residencia en la Juilliard School, trabajando con su orquesta espléndida de profesores y alumnos obras de Prokófiev, Stravinski y Rachmaninov. Pero también dio una masterclass en el departamento de música antigua de la Juilliard, y unos días antes del estreno de Rigoletto tomó un avión a Berlín para dirigir la gala de los premios alemanes de la música clásica, uno de los cuales recibía él mismo. Al día siguiente se encontraba de vuelta en Nueva York, a punto para el estreno de la ópera. Y además tuvo que estar disponible para esas tareas neoyorquinas de relaciones públicas que son inevitables para los directores de orquesta en una cultura que depende tanto de los patrocinios privados: recepciones, galas dedicadas al incesante fundraising, el cuidado y el halago de aficionados con mucho dinero dispuestos a firmar cheques a cambio de ver sus nombres en listas prestigiosas de benefactores –y de recibir exenciones de impuestos–.
La expectativa del vuelo transatlántico no le causa ningún desánimo. Dice que ama ese momento en que ha comenzado ya el vuelo y puede relajarse con una copa de vino, con tantas horas por delante, tiempo de sosiego para estudiar partituras y perfilar futuros conciertos. Con el alivio de haber llegado al final de dos meses de trabajo y la alegría anticipada del regreso a Granada y la celebración, Heras-Casado se toma un dry martini muy frío y pide un steak muy jugoso. Mañana a estas horas andará muy lejos, pero esta noche todavía está íntegramente aquí, disfrutando con plenitud de la cena, de la atmósfera cálida y la decoración del restaurante, de la conversación animada por el dry martini y luego el vino tinto. Dice que eso es algo que ha aprendido con el tiempo, y que le gusta mucho. Lo dice apoyando con fuerza las dos manos sobre la mesa, para subrayar una certeza de anclaje: le gusta estar por completo allá donde esté, aunque sea solo uno o dos días, y eso es probablemente una decisión y al mismo tiempo un talento innato, que le sirve para no aturdirse y no extenuarse en un calendario de traslados incesantes. Se concentra en estar en una ciudad como lo hace en disfrutar de esta cena, o en sumergirse en la partitura que tendrá que dirigir al cabo de unos días. Una parte de su cordialidad personal tiene que ver con esa disposición de presencia verdadera, que es compatible con una flexibilidad extraordinaria. Pablo Heras-Casado está del todo allá donde esté, desde el momento de la llegada al de la partida, pero su profesión y el destino errante de su vida lo hacen estar sucesivamente en muchos sitios diversos, atravesar idiomas, países, ciudades, mundos sociales. En un salón reservado del Carnegie Hall se ha movido con desenvoltura entre los invitados a un cóctel de patronos y benefactores neoyorquinos de la música; pero pasado mañana estará paseando por su antiguo barrio popular del Zaidín, donde viven todavía sus padres, e irá a tomar cañas y raciones con sus amigos granadinos a las tabernas que ya frecuentaba cuando aún no había salido de la ciudad y se dedicaba a pegar él mismo por los escaparates los carteles de las agrupaciones musicales que organizaba y dirigía.
Conchita Cortés, profesora de literatura en un instituto del Albaicín, se acuerda de cuando lo vio aparecer por primera vez en el coro de aficionados donde ella participaba, el Ciudad de Granada. Heras-Casado era, con diferencia, el miembro más joven del coro, pero ya lo distinguía su entusiasmo y su inquieta curiosidad, que lo llevaba a buscar piezas inusitadas en el repertorio de los coros no profesionales, a investigar en los archivos de la catedral de Granada en búsqueda de partituras de compositores olvidados del Renacimiento y el Barroco. Cortés recuerda que Heras-Casado organizó un grupo coral e instrumental, la Capella Exaudi, que causó sensación en el ambiente de la música en Granada: dirigidos por Heras-Casado, interpretaron la cantata Membra Jesu Nostri, de Buxtehude, que hasta entonces no se había escuchado en la ciudad, y lo hicieron en la iglesia del antiguo convento de San Jerónimo, una de las más bellas de Granada, con una acústica perfecta para la música antigua.
Granada es el lugar de origen de Pablo Heras-Casado y el destino último de todos sus regresos. Puede terminar un concierto de amplitudes heroicas en Berlín o en San Petersburgo y encadenar varios vuelos desde esa misma noche para pasar un solo fin de semana en su ciudad, más ahora que tiene una casa en ella, un carmen (vivienda típica de Granada) en el Albaicín desde el que se ve la Alhambra. Su familia paterna proviene del barrio: su abuelo tenía un taller donde fabricaba zapatos a mano. Su padre, policía nacional, estuvo muchos años destinado en Barcelona. Pablo Heras-Casado se crio en el barrio popular y emigrante de Rubí. Allí, en el aula de preescolar, las maestras advirtieron su buen oído, el modo instintivo en que reaccionaba a la música. Su madre lo recuerda respondiendo a cualquier canción en el carrito infantil. Carmen, su madre, también granadina, siguió a sus padres a la emigración y trabajó unos años en Düsseldorf. “Yo estaba hablándole siempre, desde que era muy chico”, recuerda. “Le cantaba canciones, le contaba cuentos por la noche, le enseñaba a rezar. A los dos años ya hablaba”.
El niño seguía a la madre mientras ella hacía las tareas de la casa escuchando la radio, cantando ella también las canciones que más le gustaban. “Canciones modernas, de las que había entonces”. Se acuerda de una que ella y su hijo cantaban al unísono: Mammy Blue. En los largos viajes entre Barcelona y Granada para las vacaciones había siempre música en el coche familiar: “Cosas de entonces”, dice Carmen, “que a él y a su hermana le gustaban, Los Payasos, Enrique y Ana”. Cuando Pablo y su hermana todavía eran muy niños, el padre pudo solicitar un cambio de destino y la familia se mudó a Granada. De un barrio popular a otro: de Rubí al Zaidín, el más populoso de la ciudad, uno de esos barrios crecidos en los años sesenta que en el tránsito a la democracia conocieron un poderoso activismo vecinal, una reivindicación obstinada de mejores servicios, parques, escuelas, instalaciones deportivas.
La vocación y el porvenir musical de Pablo Heras-Casado parecen regidos por un azar improbable y benévolo. En su colegio de barrio, un maestro, don Rafael García, dirigía un coro que intervenía en las misas y en las celebraciones escolares, con un repertorio de canciones religiosas pos-Vaticano II, folk cristiano con guitarras. El niño se inscribió rápidamente en él. Tenía una voz clara y entonada y en la siguiente fiesta de comuniones cantó uno de los solos. Por otro azar llegó a los pocos años a un coro de más envergadura. Cada vez que la familia iba de visita a casa de un hermano del padre, en el barrio de Fígares, oían unas voces que llegaban de un local cercano. Eran los miembros del coro García Lorca, y Heras-Casado se unió a ellos, acompañado por su madre, que no quería dejarlo solo. Empezaron a cantar los dos en la cuerda de contraltos.
En la escuela empezó a enseñar solfeo y canto una profesora, la señorita Encarnita, que se fijó pronto en él, y se ofreció a darle clases particulares en su casa. Fue la primera vez que Pablo Heras-Casado se sentó delante de un piano. Se acuerda de que era un Pleyel vertical, y del nerviosismo que sentía al extender los dedos sobre el teclado, intentando seguir las instrucciones de la profesora, observado por sus padres, que habían ido con él. Alentados por ella, decidieron comprarle un piano, un gasto enorme que afrontaron a plazos. Antes de tener la edad mínima de ingreso en el conservatorio hizo el primer curso por libre. La señorita Encarnita lo había introducido en la rigurosa disciplina física y mental del piano, y aunque él era un estudiante muy aplicado comprendió en seguida que su vocación no estaba en pasarse muchas horas de práctica solitaria delante de una pared, ejerciendo lo que él llama “la gimnástica del piano”, el entrenamiento obsesivo, la búsqueda de la postura exacta de la espalda.
La actitud de Pablo Heras-Casado hacia la música es mucho más expansiva, con un tirón comunicativo y comunitario, influida para siempre por su experiencia formativa con los coros de aficionados, gente de educaciones y oficios diversos que tiene pocos conocimientos técnicos pero mucha vocación, un entusiasmo estético que se construye arduamente entre todos y se goza en común. En el coro García Lorca el joven aprendiz descubrió que entre todo el repertorio había ciertas piezas que le atraían más que cualquiera de las otras, despertándole una afinidad instintiva: pronto supo que eran obras de la gran música religiosa española, de Victoria, Guerrero, Morales. De ahí vino, por otro azar beneficioso, su interés por la música antigua, por un despojamiento y una gravedad expresiva que no había encontrado hasta entonces, y que tal vez le prepararon el camino para otro descubrimiento que llegó solo unos años más tarde, ya al final de la adolescencia, la música contemporánea.
Heras-Casado, como cualquier director de orquesta, trabaja sobre todo el gran repertorio que va desde el clasicismo hasta el posromanticismo, pero una parte de su originalidad al interpretarlo viene quizás de que llegó a él después de haber dado un provechoso rodeo por músicas mucho menos frecuentadas, menos propensas a la opulencia sonora y al conformismo reverencial hacia los grandes maestros evidentes. El divismo arrogante del gran director aislado en su podio por encima de los músicos y del público le es tan ajeno como la soledad neurótica del virtuoso. En Granada, aparte de dirigir sus formaciones de música antigua y música contemporánea, copiaba a mano partituras, escribía notas de programa y los llevaba, junto a carteles, a la imprenta, los repartía luego por las tiendas del centro de la ciudad, en las que solicitaba también pequeñas ayudas para cubrir gastos. Haciendo música con personas siempre mayores que él, un adolescente entre adultos, empezó a cultivar esa destreza suya para moverse con soltura entre varios mundos. Después de una actuación iba a tomar cervezas con la gente del coro y asistía a conversaciones sobre trabajos, hijos y familias. Más tarde, esa misma noche, iba a buscar a los amigos de su edad y era también uno de ellos. Caminaban por Granada hasta el amanecer, compartiendo unas cervezas, subiendo por las cuestas del Albaicín hasta los miradores más altos y aventurándose por los senderos del Sacromonte, donde descubrían de pronto, en una cueva iluminada, a deshoras, a un grupo de flamencos viejos que tocaban y cantaban no para los turistas de las visitas diurnas, sino para ellos mismos, como músicos de jazz en una jam session. De aquellas noches le viene un amor por el flamenco que dura todavía. En sus caminatas de ahora por el Albaicín muchas veces recala en la peña legendaria de la Platería. “Oyes buen flamenco y parece que estás oyendo Stravinski. Algo muy salvaje y a la vez muy sofisticado”, dice, una torrencialidad sometida a un estricto control, “técnica y llanto”, en las palabras de García Lorca.
Ese arrebato controlado es el que se ve en él cuando está dirigiendo, con una mezcla de energía y de naturalidad, de delicadeza y de furia, que se acentúan según va ganando experiencia, según se pone delante de algunas de las orquestas de personalidad más imponente del mundo. En San Petersburgo dirigió Chaikovski y Rachmaninov con la orquesta del Teatro Mariinsky, invitado por Valery Gergiev, y unos días más tarde hizo el Concierto para cello de Elgar con la London Symphony en Londres. Dice que lo que más le gusta de la música es su arraigo en la vida y en los mundos reales en los que surgió. Después de dirigir un vendaval de sinfonismo ruso se dio un largo paseo de media noche por San Petersburgo, por las avenidas resplandecientes y desiertas bajo la nieve. La primera vez que estuvo en Viena se internó en un parque tan espeso y grande como un bosque y entendió el sentido de la naturaleza entre exaltado y sombrío de los compositores alemanes. El pulso sincopado de la música americana le da alas en los pies cuando camina una mañana por Nueva York con unas zapatillas de deporte. Después de tantos años estudiando las polifonías italianas fue a Venecia, y al entrar en San Marcos comprendió mejor a Monteverdi y a Gabrieli escuchando la sonoridad de los pasos y de los murmullos bajo aquellas cúpulas de mosaicos, viendo el juego de la luz de las velas en los oros y los azules. Un día, a la orilla de un lago suizo, oyó unos sonidos de trompas que venían de un bosque, las waldhorns tradicionales de los Alpes: le pareció que sonaban en una de esas brumosas distancias orquestales de Brahms o Wagner.
La ventaja de vivir en Granada es que salgo andando de mi casa en el Albaicín y al cabo de un rato ya estoy en el campo”, dice. Heras-Casado, que es muy aficionado a correr y a dar largas caminatas allá donde se encuentre, no escucha música en esos paseos. Rara vez lo hace cuando se encuentra en su casa, y nunca en los hoteles. Prefiere el silencio y los paisajes sonoros. Durante una estancia en Aix-en-Provence subió al monte Sainte-Victoire, el que Cézanne pintaba y dibujaba sin descanso, y recuerda cómo sonaba el viento en las copas de los pinos. Al jardín de su casa de Granada llegan amortiguados por la distancia los sonidos de la ciudad: los pájaros, el rumor de la gente que pasa por las calles estrechas, los pasos, las campanas de las iglesias, cada una con un timbre distinto, las sirenas de las ambulancias, la campana en la torre de la Vela. En el sonido de las grandes ciudades se acuerda de una de las obras musicales que prefiere, todavía futurista perturbadora al cabo de un siglo de su estreno, lasAmériques de Edgard Varèse, uno de esos compositores a los que defiende y programa con un celo militante de justicia poética.
Dos meses después de aquella cena en Nueva York vuelvo a verlo en Madrid. Me da algo de mareo nada más que pensar en todo lo que habrá hecho en este tiempo, todas las ciudades y los aeropuertos y las salas de conciertos y los teatros de ópera en los que ha estado. Llegó por la mañana de Londres y cuando vuelvo a llamarlo al día siguiente ya está en Granada. Detrás de su voz se oye en el teléfono el rumor de la ciudad. Está en el Zaidín, de camino a casa de sus padres. Deja de hablarme y es que se ha parado a saludar a un amigo del barrio. El roce con los varios idiomas que ha ido aprendiendo sin gran esfuerzo a lo largo de los años no ha mitigado la cadencia entre dulce y quejumbrosa, muy rica en diminutivos, del habla granadina. Ahora va a comer con sus padres y su hermana y esta noche celebrará el cumpleaños de su amiga Conchita Cortés con otros veteranos de sus antiguas aventuras musicales en Granada. Les gustan los bares recónditos de cervezas y tapas, el Provincias, en un callejón a espaldas de la plaza Bib-Rambla, la Tana, el Kiki, junto al mirador de San Nicolás.
El pasado día 30 dirigió por primera vez a la Filarmónica de Viena. Dice que no siente vértigo en medio de todo lo que le está sucediendo, el despliegue de una carrera internacional que lo ha situado en pocos años entre los directores jóvenes más celebrados del mundo. “Llevo toda mi vida dedicado a esto. No tengo la sensación de que todo haya ido demasiado rápido”, dice sonriendo, sin arrogancia y sin incertidumbre, con la naturalidad con que recuerda las cosas próximas y lejanas de su vida, consciente de su tesón y de sus facultades, de lo que ha hecho hasta ahora, de lo que tiene por delante. Ha grabado un disco muy bien recibido con dos sinfonías de Mendelssohn, la tercera y la cuarta. El crítico Pablo L. Rodríguez me dice que Mendelssohn es uno de esos compositores con los que Heras-Casado tiene una afinidad natural. “Ya ha dirigido como invitado a las mejores orquestas, en los mejores teatros”, dice Rodríguez. “El siguiente paso sería convertirse en titular de una gran orquesta y quedarse en esas los años suficientes para modelarla a su medida, asentarse en una base sólida”.
Acaba de cumplir 38 años. Está recién casado y será padre por primera vez dentro de unos meses. Yo imagino que no tardarán mucho en ofrecerle dirigir la Filarmónica de Nueva York o alguna otra orquesta de esa categoría, instituciones veteranas y sólidas pero ancladas desde hace mucho tiempo en una inercia solemne, necesitadas de un liderazgo joven que les devuelva la plenitud y las abra a un público nuevo, a músicas más aventuradas, a la urgencia de lo inusitado y lo necesario. Heras-Casado dice que le gustan sobre todo los compositores fronterizos, los que trabajaron entre el final de un mundo y el comienzo de otro, en las grandes fracturas donde la tradición se rompe y al mismo tiempo se rehace: Stravinski y Mahler, el Beethoven que lleva al límite el legado del clasicismo y lo retuerce, Schönberg y los suyos, Varèse, Boulez, el innovador radical que fue Monteverdi. El universo de la música es tan suculento y tan ilimitado como el espectáculo del mundo, y tan gozoso de vivir. En el acto de creación colectiva de una gran obra musical hay esa fraternidad civil que Beethoven celebra en los coros finales de la Novena sinfonía. El poder singular de la música, dice Pablo Heras-Casado, está en su naturaleza simultánea de pura abstracción cerrada sobre sí misma y estremecimiento físico y emocional inmediato. Dirigiendo un coro de aficionados en Granada a los 17 años o a la Filarmónica de Viena a los 38, instalándose durante unos días en cada ciudad y en cada mundo a los que llega como si fuera a quedarse siempre, esa misma pasión ha sostenido su vida entera.