Vía: cultura.elpais.com/PABLO L. RODRÍGUEZ
Bayreuth es un festival de ópera, pero también un “taller”. Así lo denominó Wolfgang Wagner para continuar la senda de experimentación escénica emprendida en los años cincuenta junto a su hermano Wieland, tras su repentino fallecimiento en 1966. Se trataba de convertir el festival en una especie de laboratorio escénico donde se invitaría a los más interesantes régisseurs del momento para experimentar sus nuevas tendencias escenográficas con las óperas de Wagner. Cada producción se debía plantear como un work in progress cuyos planteamientos debían evolucionar en cada una de sus reposiciones durante un periodo máximo de seis años.
Con Wolfgang Wagner al frente del festival wagneriano desfilaron por Bayreuth muchos de los principales directores de escena franceses, alemanes y británicos como Patrice Chéreau, Jean Pierre Ponnelle, Sir Peter Hall, Götz Friedrich o Harry Kupfer. El sistema ha continuado hasta nuestros días con la incorporación de Frank Castorf o Hans Neuenfels. Este último debutó en Bayreuth en 2010 con una polémica producción de Lohengrin que pretendía actualizar esa crítica a la esencia de lo alemán que Wagner introdujo en su ópera.
La acción se traslada a un mundo situado a medio camino entre la fábula y el laboratorio, que resulta visualmente muy atractivo gracias al trabajo del escenógrafo y figurinista Reinhard von der Thannen. Como siempre en Neuenfels, la ironía es un ingrediente indispensable y el coro actúa transformado en una camada de graciosas ratas, pero como metáfora de la podredumbre y brutalidad de la sociedad medieval. Esas ratas actúan controladas por varios seres humanos, que son los diferentes personajes de la ópera, a los que se unen figurantes disfrazados de enfermeros que representan metafóricamente la función reguladora que tiene la religión. La llegada de Lohengrin permite que esa sociedad evolucione y pierda sus facciones ratunas, pero la desconfianza determina su sustitución por una especie superior ovípara, representada al final de la ópera con el regreso-nacimiento de Gottfried.
La evidente polémica con que fue recibido este montaje de Neuenfels en 2010 ha dado paso a una aceptación sin paliativos. Y ello a pesar de carecer de la brillantez de otras producciones inolvidables suyas, como la Aida de Fráncfort en 1981 o El murciélago de Salzburgo en 2001. Además, y contra la filosofía del festival wagneriano, no ha evolucionado nada escénicamente del primer al último año. Los únicos cambios que se detectan en ella se circunscriben al reparto vocal que ha terminado por convertir al tenor Klaus Florian Vogt en la estrella indiscutible de Bayreuth.
A pesar de que esta producción la estrenó el Lohengrin intenso y viril de Jonas Kaufmann, el público del festival se ha decantado mayoritariamente por el lirismo y candor de Vogt. En esta ocasión, y a pesar de no cantar ni mucho menos una de sus mejores versiones del personaje, terminó con el Festspielhaus puesto en pie en una interminable y desmesurada ovación. Su solvencia técnica y actoral en ese rol es indudable, pero también es verdad que su versión resulta en conjunto demasiado dulzona y homogénea. En todo caso, es lo mejor de esta producción, pues ni la soprano Annette Dasch termina por componer una Elsa convincente tras cinco años cantando este personaje en Bayreuth y los malvados Ortrud y Telramund de Petra Lang y Jukka Rasilainen resultan exagerados, en el primer caso, o directamente deficientes, en el segundo. Por lo demás, el barítono Samuel Youn resultó simplemente aceptable como heraldo y el bajo Wilhelm Schwinghammer carece un año más de autoridad como rey Enrique.
La principal novedad estaba en el foso: el director de orquesta Alain Altinoglu que sustituía a Andris Nelsons tras cinco años seguidos al frente de esta producción. El maestro francés no pudo superar al letón, aunque cumplió con solvencia en su debut. Dejó buenos momentos musicales, pero aislados y sin un concepto global de la obra, a diferencia de Thielemann el día anterior con Tristán. La ovación más merecida de la noche se la llevó el excelente Coro del Festival, que dirige Eberhard Friedrich. Su actuación fue tan destacada como inolvidable su invocación Mein Herr und Gott frente a la tumba de Wagner en Wahnfried el día anterior.